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Puerta de Atocha

Uno se aferra a viejas costumbres, quizá por temor a no comprender las nuevas, como nos agarramos a cualquier saliente cuando intentan echarnos de alguna parte, circunstancia que puede ocurrir, antes o después. Mi valor personal y mi enteco bolsillo impiden que use sombreros, así es que me las arreglo con una gorra de visera todo uso, que me quito en lugares cerrados, al saludar a una señora en la calle y, por supuesto, en los ascensores. Reconozco que es un gesto arcaico; he visto multitud de hombres -la mayoría extranjeros, gracias a Dios- circular por el Museo del Prado con el güito encasquetado, como si fuera decente contemplar, cubierto, el retrato del príncipe Baltasar Carlos o La carga de los mamelucos. Pues sí, es posible.Por razones similares he recuperado la antigua cortesía de esperar o despedir a la gente que estimo y cae por Madrid de vez en cuando. Ir al aeropuerto supone un gasto en taxi de cierta consideración, pero allano todo escrúpulo si el viajero llega por ferrocarril. Renueva hondas sensaciones, más sabrosas si se trata de la antigua estación del Mediodía, rebautizada -creo que innecesariamente- como Puerta de Atocha. De allí, además de otros convoyes, sale y parte el lujuriante AVE, lanzadera entre Madrid y Sevilla, la otra gran capital de nuestro fugaz y fulgurante imperio mundial.

Hace tiempo que no visito la vieja estación del Norte, ya fuera de servicio, cuyo soleado recuerdo puebla mi niñez. La de Chamartín es, decididamente, fea, desprovista de encanto, de garbo y de nobleza. Ésta de Atocha, en cambio, invita a volver, se abandona con pena, se arriba con gusto, sin echar de menos el jadeo vaporoso de las locomotoras, ni la estridencia del silbato. Aunque el pasajero se cuida poco de otra cosa que no sea subir o bajar del vagón. Quienes, de verdad, disfrutamos somos los acompañantes, especialmente cuando el deudo o el amigo ha partido. Suelo llegar con tiempo y, ya solo, me quedo brujuleando por los andenes y vestíbulos. La parte moderna es funcional y misteriosa, una sucesión de planos, pasarelas aéreas y niveles enlazados por escaleras mecánicas. La hermosa estructura de hierro que alzó el ingeniero Eiffel alberga ahora un hermoso jardín, un gigantesco invernadero, con altivos cocoteros que alzan la lejana copa cerca del techo curvo. El ambiente está permanentemente humedecido por conducciones de vapor de agua, exhalada en esta enorme estufa. Es el lugar excelente para escapar de la reseca y contaminada atmósfera madrileña. Sobre las vías desterradas hay paseos pavimentados con grandes baldosas que un piquete de limpiadores mantiene impolutas; asientos corridos de piedra, lugar para adultos y jubilados, algún mendigo sigiloso y dos o tres parejas de guardia, que parecen abrazadas desde el amanecer. Se echa de menos -como ocurre meticulosamente en el vecino Botánico- la pedagógica identificación de estas lejanas plantas, su laborioso nombre latino en un letrero.

Durante las horas punta -varias, en cada jornada- se advierte un intenso tráfico de personas, en silenciosas oleadas, multitud que se desplaza diestramente por los pasajes, para descender hasta los andenes. Cada quien sabe a donde va y el apresuramiento es mayor en una de las dos estaciones que se desdoblan ahí: la de largo recorrido y ésta de cercanías, que antes fue modesto apeadero. Fluido ajetreo, convoyes a los pueblos de la provincia, algún Talgo que viene de Alicante y se cuela entre los trenes de la sierra.

El acierto arquitectónico está en la grandiosidad de los espacios, el derroche aéreo que, sin embargo, no produce desamparo. En lugares determinados se abren cafeterías, lugares de venta de libros, revistas, periódicos, hay al menos una tienda de gafas de sol, feliz iniciativa que quizá tenga éxito; un lotero distribuye el espejismo de la azarosa fortuna, varias expendedurías de recuerdos, el estanco que no falte, artilugios que proporcionan bebidas refrescantes, cerveza, inclasificables cafés, comercio de golosinas, pasteles, bombones de consumo itinerante, con amplias salas de espera, cálidas en estos días invernales, donde la gente entretiene la paciencia. Y, supongo, una invisible nómina de cacos y timadores, porque en esta bendita tierra, al borde del tercer milenio, aún se propina el tocomocho a los catetos.

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