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Clarín y condón

JUSTO NAVARRO Me despierta cada día la campana del reloj parroquial, y en la fiesta de la Virgen me despertará el rosario de la aurora a las siete de la mañana, y pronto me cortará la calle la procesión del Cristo, clavo y sangre, y el timbal y el clarín y los penitentes presididos por el párroco y el alcalde y el guardia civil, Iglesia y Estado unidos bajo el imperio de Dios como cuando el mundo funcionaba y cada cosa estaba en su sitio, el señor y el siervo, el cielo y el infierno. Desde Almería a Huelva acaban los últimos ensayos de las bandas de cornetas y tambores y uniforme pseudomilitar, y otra vez triunfa la industria del capirote y la sotana y la vara de mando del hermano mayor de la cofradía, mientras el vicepresidente de la Conferencia Episcopal, cardenal arzobispo de Barcelona, predica que quizá el condón valga de poco, porque no es seguro que evite la contaminación, el sida. Mejor es la castidad, dice el cardenal arzobispo, la fidelidad a los nuestros, es decir, a los no contaminados. El cardenal divide el mundo en contaminados y no contaminados, y, sugiriendo que el condón no es un método absolutamente eficaz de prevención contra el sida, invita a olvidar o descuidar el uso del preservativo. Así los que tengan alma de contaminados se contaminarán antes. No entiendo a quienes arremeten contra los curas que predican su doctrina anticondón o antisexo: otras iglesias anuncian sin tanto eco el apocalipsis o la narcolepsia de la humanidad entera hasta la nueva llegada del mesías, o legislan comer sólo col y vestir de blanco y dormir orientados hacia el Mediterráneo mítico, cosas evidentemente indiscutibles, verdades de fe, inefables. Pero quizá la iglesia vaticana escandalice a tantos por su pasión católica, universal: pasión de convertir, de poseer bienes y cuerpos, muchos, y morder en los ciudadanos y en el dinero de la Hacienda pública. Cualquier cosa que digan los cardenales y los suyos resuena en todos los tambores y trompetas que nos abrumarán dentro de tres semanas, aunque algunos me digan que la Semana Santa está al margen de la iglesia. Quizá tengan razón mis asesores en Semana Santa, y la danza de las imágenes y la procesión enmascarada sólo sean una versión entre carnavalesca y dolorida del paraíso eclesial de copones, casullas, anillos y pectorales de oro, esas cruces que los obispos modernos se meten en el bolsillo de la camisa o de la chaqueta para que no les baile sobre la pechera. Sé que muchos penitentes desfilan con el condón en el bolsillo y se besan a tientas bajo la tela del capirote mientras el santo capellán de la cofradía recita las últimas palabras de la Verdad mayúscula. Hay un poema, En la iglesia, de Thomas Hardy, que fue novelista y arquitecto de iglesias rurales: los fieles, emocionados todavía por el sentido sermón de su párroco, ven con un nudo en la garganta cómo el cura se humilla reverentemente ante el altar. Vuelve el párroco a la sacristía. Una catequista, quizá para consultarle una última duda, lo sigue y, entonces, a través de la rendija de la puerta, ve a su ídolo, cura risueño y ufano, que con mímica experta repite delante del espejo los gestos que conmovieron a toda la parroquia.

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