Silva Herzog, ¿por qué?
A medida que se actualizan las agendas políticas y se aproximan los plazos electorales en diversas partes del mundo, es evidente el surgimiento de una ola crítica respecto al conjunto de "verdades recibidas" que, al terminar la guerra fría en 1989, se instalaron como dogmas, recetas infalibles y virtudes prácticamente teologales. El fin del socialismo, el triunfo del capitalismo y, en consecuencia, "el fin de la historia". El monoteísmo del mercado y la inevitable globalización. Llevada a sus extremos, la teología neoliberal sentenciaba la muerte del Estado, de la nación y de la superflua noción de soberanía.El optimismo que campeó al terminar la guerra fría hoy nos parece, más que curioso, brutalmente desmentido por los hechos. De las ruinas del muro de Berlín no surgió un nuevo orden internacional, como lo pregonaba el presidente norteamericano George Bush, sino un nuevo desorden. El fin del comunismo reveló agudamente la persistencia de la injusticia social al norte y al sur, al este y al oeste, de las antiguas fronteras de la guerra fría. Una verdadera crisis de la civilización urbana nos señaló todo lo que existía escondido tras de las cortinas del mundo bipolar.
Un reciente teorema ilustra gráficamente este hecho. Parte del enunciado siguiente: si pudiéramos reducir la población de la tierra a una aldea con sólo cien habitantes pero con los mismos porcentajes humanos actuales, obtendríamos el siguiente resultado: Habría cincuenta y siete asiáticos, veintiún europeos, catorce habitantes de las Américas y ocho africanos. La mitad de la riqueza total del mundo estaría en manos de sólo seis personas. Las seis serían de nacionalidad norteamericana. Ochenta vivirían en casas de calidad inferior. Setenta serían iletradas. Cincuenta estarían desnutridas. Una estaría a punto de fallecer y otra a punto de nacer. Sólo una entre las cien personas tendría educación universitaria y ninguna tendría computadora.
Tal es la composición de la Aldea Global. Sus panegiristas nos aseguran que la globalización, gracias al libre juego de las fuerzas del mercado, acabará por arreglarlo todo. La verdad es que la globalización es un hecho y sería necio oponerse a ella en principio. Lo que sí estamos obligados a hacer es someterla a análisis crítico y a distinguir, por principio de cuentas, cinco facetas del fenómeno globalizador, dos de ellas positivas, una sumamente ambigua y dos sumamente negativas.
Tecnología e información. El primer aspecto positivo de la globalización es el avance tecnológico que promueve, el mayor, seguramente, registrado en la historia. Pero el desarrollo de las tecnologías es tan rápido y selectivo que amenaza con dejar atrás, acaso para siempre, a las naciones incapaces de correr con la velocidad supersónica de la nueva era tecnológica. Ésta se funda en el conocimiento, y el conocimiento en la educación.
Pero hay mil millones de adultos iletrados en el mundo. El Partido Socialista sueco estima que las necesidades de la educación básica en los países pobres se satisfarían con nueve mil millones de dólares. El consumo de cosméticos en los Estados Unidos es de nueve mil millones de dólares al año.
¿Podremos ponernos al día en la carrera tecnológica si el sesenta por ciento de la población mundial -el Tercer Mundo- sólo cuenta con el doce por ciento del presupuesto mundial para educación?
El otro aspecto positivo de la globalización tecnológica es que ha vuelto ecuménica la información. Tiempos hubo en que países con regímenes autoritarios podían ocultar sus desmanes. Ya no: la impunidad oficial se ha vuelto cada día más difícil en el mundo globalizado. Aspecto negativo de este asunto: ¿estamos tan bien informados como creemos? ¿La abundancia de información significa que lo que se comunica importa? ¿O estamos cediendo, cada vez más, a una cultura de la banalidad informativa? ¿Explosión de la información pero implosión del significado? El aspecto más positivo de la información global es que ha logrado universalizar el concepto de los derechos humanos y que le ha otorgado a la violación de dichos derechos, como lo demuestra el caso del sátrapa chileno Augusto Pinochet, carácter no sólo universal, sino imprescriptible.
Cosas y personas. Yo soy adverso al libre comercio. No se trata, nos dicen sus publicistas, de un juego suma-cero, sino de una operación en que ambas partes, tarde o temprano, salen ganando. Lo que me preocupa es que el actual esquema del libre comercio le dé plena libertad al movimiento de las cosas, pero se lo niegue a las personas. Las mercancías son bienvenidas. Los seres humanos -los trabajadores migratorios que contribuyen a la riqueza de los países a donde emigran- son rechazados y a menudo vejados y asesinados.
Ello me conduce al aspecto más peligroso del fenómeno globalizador: el privilegio otorgado al capital especulativo sobre el capital productivo. En 1970, el ochenta por ciento del movimiento de capitales en el mundo era de orden productivo y sólo el veinte por ciento restante, especulativo. Hoy, los porcentajes se han invertido: el ochenta por ciento de los tres mil millones de dólares que circulan diariamente -basta oprimir un botón- por el planeta no crean trabajo, ni educación, ni riqueza. Son un monstruoso juego que desestabiliza las monedas nacionales, convierte su globalidad misma en contagioso efecto de dominó y plantea centralmente el problema del destino de la soberanía nacional en el mundo de la globalización. Como el tráfico de drogas, el movimiento especulativo no es controlado por gobierno nacional o instancia internacional alguna. Crea su propia jurisdición, se mofa de los intereses colectivos y de las necesidades sociales de los pueblos y promete, en su irresponsabilidad misma, catástrofes que generalmente afectan a una nación tras otra -Malaisia, Japón, Rusia, Brasil- pero dejan intacto al sistema. No es fortuito que George Soros, el tiburón de las especulaciones, sea hoy el primero en advertir que la economía especulativa ha llegado a sus límites. Si continúa sin frenos, se suicida y arrastra al mundo a una catástrofe.
Mercado global y sociedad nacional. "Vivimos en una economía de mercado, pero no en una sociedad de mercado", declaró recientemente el primer ministro de Francia, Lionel Jospin. Sus palabras nos recuerdan que la sociedad no se construye a partir del mercado, sino a partir del ciudadano. Las tareas que define el ciudadano son aquellas de las que el mercado no se preocupa: seguridad, salud, educación, valores...
No puede haber verdadera riqueza sin salud. Las necesidades de salubridad y alimentación en el Tercer Mundo podrían resolverse, nos recuerdan los socialistas suecos, con una inversión inicial de once mil millones de dólares. El consumo de helados en Europa anualmente es de once mil millones de dólares. Hay mil millones de adultos iletrados en el mundo.En el hemisferio norte, el veinte por ciento de la humanidad recibe el ochenta por ciento del ingreso mundial, mientras que en el hemisferio sur, dos mil millones de seres humanos, la tercera parte de la humanidad, vive en la extrema pobreza, con ingresos de noventa dólares o menos al mes.
Estamos frente a un darwinismo global que, de persistir -advierte el Banco Mundial-, duplicará en treinta años el número de pobres en el mundo. En este caso, sólo cabría hablar de la globalización de la pobreza. ¿Qué hacer? Los esquemas de cooperación internacional que podrían encarar esta suma de problemas, exaltando los beneficios, resolviendo los defectos, están siendo minimizados y aun marginados por una lógica irracional -valga la paradoja- que gasta ochocientos mil millones de dólares al año en armamentos "pero no puede encontrar el dinero, estimado en seis mil millones por año, para dar escuela a todos los niños en el año 2000", nos advierten, entre otros, Federico Mayor, director general de la Unesco.
En espera de una mejor distribución del ingreso mundial en beneficio de todos, pobres y ricos, no nos queda sino volver a nuestra propia condición nacional y admitir que los problemas globales tienen soluciones locales y que no hay globalización sana sin sociedades sanas. La noción mermada de soberanía debe recobrar su sentido prístino: no hay nación soberana en el orden internacional si no es soberana en el orden interno. Ello requiere vigorizar la cultura, la democracia y la sociedad civil, pero también al Estado nacional fuerte, no "grande", y a la iniciativa privada consciente de que sin consumidores sanos y educados carece de futuro.
Le interesa al sector privado participar en una estrategia nacional de desarrollo a largo plazo que cuente con instituciones de fiscalización y transparencia para establecer la validez y funcionalidad de los organismos privados, evitar que las privatizaciones deriven en capitalismo de compinches y colaborar estrechamente con el Estado en las políticas de elevación del ahorro interno, ampliación del acceso al crédito y asistencia técnica a los pequeños productores.
Los escollos de la globalización sólo se evitarán, sobre todo, si aumentamos nuestros niveles de ahorro para aumentar nuestros niveles de producción y disminuir nuestra dependencia del capital especulativo atrayendo, en cambio, el capital productivo. Contamos para ello con un capital humano de primera, trabajador, disciplinado, abundante y con una capacidad de asimilación y aprendizaje asombrosa. Dependamos más de la educación, la salud, el trabajo y el ahorro de los mexicanos y menos de la inversión especulativa y su causa de endeudamiento. Una nueva política para el siglo XXI. La situación que describo ha determinado, en el mundo desarrollado, un viraje político de fundamentalismo monoteísta de Ronald Reagan y Margaret Thatcher al centro-izquierda de Jospin en Francia, Blair en la Gran Bretaña, Schröder en Alemania y D"Alema en Italia. La América Latina, que siempre llega tarde al banquete de las civilizaciones, como dijera Alfonso Reyes, debe abandonar su religioso fervor neoliberal por un pragmatismo ético de centro-izquierda que evite el autoritarismo descarado de Fujimori en Perú o el autoritarismo potencial de Chávez en Venezuela. Nuestras frágiles democracias, si no identifican la libertad política con el bienestar creciente, pueden conducir a estallidos populares al grito de "ya basta". Nos corresponde, no restaurar el populismo o el desarrollo estabilizador, sino asegurar la convivencia de los beneficios del mundo global con las bases firmes del desarrollo nacional en beneficio de las mayorías.
Porque creo compartir con él, en lo esencial, este ideario, y no por veleidades apocalípticas o providencialismos personalistas, he expresado mi simpatía hacia la posible candidatura presidencial de Jesús Silva Herzog para la elección del año 2000 en México.
Carlos Fuentes es escritor mexicano.
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