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Cataluña sin fronteras

No quedan muy lejos los días de las concienzudas peregrinaciones a Francia para inspeccionar con franca veneración lo que se cocía no sólo en los fogones del país vecino, sino en otras parcelas del amplio espectro cultural y social. Tras la compra ansiosa del duralex, las deseadas estufas de butano, llegaba el momento de ver de tapadillo el Último tango en París y, por supuesto, de dejar la herencia por la grand cuisine. Los tiempos han cambiado y la culinaria española supo pasar con nota la reválida de una profunda transformación de las formas y maneras de su gastronomía. Por eso, resulta sintomático encontrarse ahora, en cierto modo, ante el fenómeno inverso. Restaurantes franceses que convocan a periodistas gastronómicos españoles para divulgar las excelencias de sus establecimientos. Lo cual, sin caer en chauvinismos ridículos, da una ligera visión de la buena salud de nuestra cocina y de la sana competencia creada. Es evidente que van cayendo los complejos fronterizos y ya nadie se quiere quedar en el furgón de cola. Algo de todo esto se pudo comprobar en una reciente visita realizada a Ceret, con motivo del cambio de jefatura en los fogones del histórico restaurante Les Feuillants. Ceret es una villa de la comarca del Vallespir, un lugar fascinante de la Cataluña francesa. Zona de cerezos, alcornoques y viñas, situada en la falda del Pirineo, pero con la relajante cercanía del mar evidenciada en el agua que fluye por los canales que discurren por sus antiguas callejuelas. En verano se abarrota de aficionados españoles y franceses para seguir las corridas de toros, y es cita inexcusable su famoso Museo de Arte Moderno Contemporáneo. La mansión centenaria Les Feuillants es una casona de presencia imponente que fue desde burdel a café deportivo, pasando por una casa de un importante general y, por supuesto, restaurante; en la actualidad, un dos estrellas Michelin. Un precioso palacete con una historia repleta de curiosos detalles. Propiedad hoy en día de un industrial norteamericano del sector del software, se enfrenta a una nueva etapa de la mano de Georges Marie Gerini, que está cargo de la sala con un currículo de los de quitar el hipo en estas lides, formando equipo con Ives Scorsonelli, como chef de cocina y Christine Cannac como sumiller. Se decanta por una cocina mediterránea con claras raíces catalanas. Es evidente también que, al encontrarse en un cruce cultural, en un territorio fronterizo, conserva el sello de la cocina francesa de inspiración provenzal, basada en los productos regionales catalanes. Una culinaria orientada hacia los principales productos de la Cataluña norte: el pato, el cordero, las legumbres y el pescado. En cualquier caso, una cocina con un reto complicado por delante, el de atestiguar una regularidad y calidad suficiente no sólo para mantener sus dos estrellas Michelin, sino, y sobre todo, para dar satisfacción a la clientela, primer dogma de todo restaurante que se precie. La bodega es cuidada con especial atención, con una carta que incluye cerca de mil referencias, entre las que destacan los caldos de Rosellón, que ocupan una tercera parte de sus existencias. De los vinos de la tierra, hay que inclinarse sin dudarlo por los dulces y generosos de Francia, como los Banyuls, Maury o Ribesaltes, lo más notable de la extensa oferta. Con más enjundia gastronómica se reveló la siguiente parada. El lugar no era otro que Gerona, encantadora ciudad de calles empinadas, estampa de casas junto al río y puentes que lo cruzan, que fue creciendo al cobijo de las murallas y de torres vigilantes de los que siempre quedan reconfortantes vestigios de un pasado repleto de historia apasionante. Especialmente recomendable es la calle de la Força, que dio albergue en la época medieval a la comunidad judía de Gerona. Los judíos ejercieron aquí una gran influencia, concentrando la vida de la Aljama alrededor de la sinagoga, que tuvo diversos emplazamientos. En la actualidad, el visitante tiene acceso al centro Bonastruc Ça Porta, conjunto de edificios convertidos en recinto que conserva las esencias de la antigua judería. Pero centrándose en la gastronomía, la ciudad tiene en este capítulo un referencia de campanillas, el Celler de Can Roca, una casa donde el comer se convierte en un placer total. Sin excentricidades innecesarias, con una carta sugerente, sabia y técnica, acorde con la personalidad de sus artífices. Los hermanos Roca -Joan, en la cocina; Josep, en la sala, y el más joven, Jordi- son unos inquietos profesionales que han sabido transformar el honesto negocio familiar en un restaurante de alto nivel, sin dejar del todo la casa de comidas antigua. Además, ahora, con las renovadas instalaciones, el Celler se ha vestido a la altura de su cocina y bodega, con una sobria elegancia que salta a primera vista, y que, por cierto, es la asignatura pendiente de muchos restaurantes vascos. Hay derroche de cultura en unos platos realizados la mayoría con productos autóctonos, que han pasado un escrupuloso examen antes de sacarlos a la mesa. Es evidente que su artesanía va camino del arte culinario. Y si no, pasen y vean: unos aperitivos chispeantes y de los que deslumbran, jugando con los ácidos y amargos con una maestría meritoria: almejas con sorbete de pomelo rosa y Campari, sopa de calabaza y atún marinado con soja y jengibre y pichón ahumado con crema helada de enebro. El festín sigue con un bacalao con espinacas, crema de Idiazabal y aceite de frutos secos, un plato técnicamente impecable. Menos unánime fue el personal ante las vieiras con manzana, curry, coco y anís estrellado, por la preponderancia de este último elemento. Derroche de finura y delicadeza en la terrina de cabeza de ternera y alcachofas y en otro plato que no le iba a la zaga, la raya con crema de boniatos escalivada, calçot y naranja. El foie caliente y lichis, con pétalos de rosas y sorbete de Gewurztrameiner, de diez, con la rotundidad del foie envuelto en fragancias florales. Con el rabo de buey deshuesado y relleno de tuétano se volvió a demostrar que la contundencia puede llegar a ser, aunque parezca la cuadratura del círculo, algo liviano. En el apartado de los dulces, dos golosinas irreprochables: la crema de azafrán e higos confitados y nougatine de sésamo y un fondant de chocolate con gelatina de té de jazmín. Por si alguien no se hubiera quedado satisfecho, como colofón, los tan en boga y de estilo galo petit fours: macarrón de cilantro, bombón de ganaché de chocolate blanco y negro, etcétera. En definitiva, una de las grandes mesas de Cataluña no sólo por su cocina, sino también por su bodega, escrupulosamente estudiada y compensada. Basta con ver el precioso carrito de madera en el que se depositan las cartas de vino. Eso es diseño comprometido y lo demás, juegos de prestidigitación.

Los placeres más simples

Viene precedida esta obra, El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida (Editorial Tusquets, colección Los Cinco Sentidos), de un éxito inesperado. Según reza la propia contraportada "nada hacía pensar que un libro considerado en principio minoritario, destinado a críticos exigentes y a un público selecto, pudiera convertirse en todo un acontecimiento literario en Francia a las pocas semanas de ser publicado allá por la primavera de 1997". Dejando de lado las exageraciones editoriales, no es difícil entender la buena acogida a esta especie de cuaderno de los pequeños placeres. Una obra que se lee con avidez y que analiza a través de una narración breve y exquisita esas ínfimas, pero inolvidables cosas de la vida, situaciones, comunes que muchas veces pasan casi desapercibidas y que sin embargo encierran, el "germen del buen vivir", como al autor le gusta decir. Éste no es otro que Philippe Delerm, un profesor de letras de un pueblito francés, donde disfruta de una calidad de vida que la gran ciudad no le puede ofrecer y que, curiosamente, dirige dos cosas aparentemente tan dispares como un taller de teatro y un club de fútbol. Las vivencias retrospectivas que ofrece el autor en breves pinceladas abarcan cosas tan distintas como el placer de comprar cruasanes recién hechos, de tomar un oporto, del añorante recuerdo de los domingos familiares con la ineludible compra del paquete de pasteles, de la hogareña ayuda en la monda de los guisantes, del olor de las manzanas, del paseo campestre para ir acoger moras y, por supuesto, del placer del primer trago de cerveza. que, como dice el autor, es el único que vale la pena.

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