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"Actos de Estado" e inmunidad para Pinochet

No puede decirse que el Reino Unido haya sido, hasta hoy, un país propicio a la entrega de los violadores de derechos humanos en América Latina a los jueces europeos que los reclaman. Recordemos el caso de mayor paralelismo, aunque sólo relativo, registrado años atrás. En 1982, en pleno conflicto de las Malvinas, el entonces teniente Alfredo Astiz -ya bien conocido como uno de los más siniestros asesinos de la ESMA- fue capturado por las fuerzas navales británicas, cuando éstas ocuparon las pequeñas islas Sandwich y Georgias del Sur. Al tener noticia de su captura y traslado a Inglaterra para ser interrogado, la justicia francesa se apresuró a solicitar su extradición para hacerle responder por el escandaloso caso de las dos monjas francesas secuestradas y desaparecidas en Buenos Aires en diciembre de 1976.Sin embargo, las autoridades británicas, otorgando a Astiz un impecable trato de prisionero de guerra -con su habitual escrupulosidad garan-tista-, denegaron la extradición y lo repatriaron a Argentina, a pesar de los graves delitos que se le imputaban. Sólo años después, cuando quedó patente la impunidad de Astiz al amparo de la ley de obediencia debida, la justicia francesa procedió contra el indeseable oficial, en virtud de un determinado precepto de su Código Penal, que atribuye a la Cour d"Assises de París el derecho de juzgar a extranjeros por sus crímenes contra ciudadanos franceses si el culpable ha logrado plena impunidad en su país. Tras las correspondientes citaciones al acusado, todas infructuosas, éste fue juzgado en ausencia, mediante audiencia pública celebrada en París en 1990, y condenado a reclusión perpetua por dicho tribunal por los delitos de secuestro, tortura y muerte de las religiosas francesas Alice Domon y Léonie Duquet.

Incluso sin olvidar aquel antecedente, es obligado señalar las abismales diferencias que lo separan del caso Pinochet, de las cuales destacaremos tres. Primera, el inmenso salto cualitativo entre la responsabilidad imputable a un represor del más alto nivel y a un simple oficial de baja graduación. Segunda, el hecho de que Astiz fue capturado en acción bélica como prisionero de guerra, mientras Pinochet -factor decisivo- fue detenido como presunto delincuente, por imperativo de un acto judicial que dictaba su prisión incondicional. Y tercera: en los diecisiete años transcurridos desde entonces, la comunidad internacional ha evolucionado intensamente en este terreno, desarrollando una conciencia mucho más exigente y mucho más propicia a la defensa de los derechos humanos, mediante una implantación creciente de la llamada injerencia humanitaria y de la denominada jurisdicción universal.

Esta vez, el argumento en pro de la escapatoria impune del acusado es mucho más impactante, y también mucho más repugnante: los asesinatos y torturas cometidos dentro y fuera de Chile bajo el mandato de ex dictador -alega su defensora Clare Montgomery- fueron nada menos que "actos de Estado", desarrollados "dentro del desempeño de su función presidencial", y, como tales, amparados por la "inmunidad soberana" que protege a todo jefe de Estado, durante y después de su actuación como tal. Pretensión que -con independencia de todas las sutilezas jurídicas que puedan aducirse en su favor- atropella todos los preceptos y principios básicos establecidos por el Derecho Internacional en el último medio siglo en materia de derechos humanos y defensa de la dignidad de la persona frente a todo tipo de tratos crueles e inhumanos, y, muy especialmente, de los procedentes del Estado y su aparato represor.

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El informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación constituida en su día por el presidente Patricio Alwyn -más conocido como informe Rettig-, pese a haber sido acusado de "flojo" por su enfoque suavizado en parangón con su homólogo argentino -el informe Sábato, emitido por la Conadep-, aun así, y pese a esa flojedad que se le atribuye, contiene y documenta las suficientes atrocidades cometidas por el régimen pinochetista como para horrorizarse -una vez más- de la barbarie en que puede hundirse la condición humana bajo un mando caracterizado por su brutal inhumanidad.

Así, entre los métodos de tortura constatados por su larga investigación, la Comisión Rettig señala, entre otros, los siguientes: la parrilla (aplicación de electricidad de alto voltaje sobre un catre metálico en las partes más sensibles del cuerpo desnudo de la víctima); el colgamiento por largos periodos de las muñecas, o, a la vez, de muñecas y rodillas (agravado con frecuencia por el peso de los guardias, que se colgaban a su vez de los así colgados, o les aplicaban descargas eléctricas, fuertes golpes o heridas cortantes); el submarino (inmersión en agua sucia hasta el límite de la asfixia); los golpes brutales y sistemáticos (causando graves fracturas, y a veces hasta la muerte); la tortura psicológica (tortura real o vejación sexual de un ser querido de la persona interrogada, sin ninguna implicación política, pero capturado para ser torturado en su presencia); violación o vejación sexual de los detenidos (sistemática en ciertos centros de detención y esporádica en otros); traumatismos provocados por heridas de bala, por cortes profundos, o por fracturas diversas (utilizando, por ejemplo, "un vehículo que pasaba por encima de las extremidades del detenido, u otros medios fracturantes"); quemaduras con líquidos hirvientes; y, a veces, empleo de animales (perros adiestrados para distintas formas de ataque a las víctimas).

Estas acciones han de ser calificadas -según el citado informe- "cuando no directamente de torturas, de otros tratos crueles, inhumanos o degradantes, prohibidos de forma igualmente categórica por las normas internacionales de derechos humanos". En no pocos casos -especifica el informe-, las torturas se practicaron no como búsqueda de informaciones operativas, sino "como una expresión de la crueldad o de las bajas pasiones" de los torturadores. "A veces", añade, "también se aplicaron directamente, como forma de dar la muerte o de castigar a un detenido". Es decir: la tortura en sus grados máximos, incluso mortales, aplicada como artificio punitivo, ni siquiera como instrumento de información.

¿Cómo pueden calificarse de "actos de Estado" semejantes aberraciones? ¿Cómo puede afirmarse que el asesinato y las formas más abyectas de tortura "forman parte de la función presidencial"? ¿Acaso, bajo ese mismo concepto, no eran también actos de Estado los horrores de los campos de exterminio alemanes, puesto que fueron ordenados y ejecutados por el Estado nazi, y por Hitler dentro de su función presidencial? ¿Acaso el mismo Hitler no se hubiera beneficiado de este mismo concepto de inmunidad? La respuesta a esta última pregunta, formulada por uno de los jueces británicos, llegó rotunda por boca de la letrada Montgomery: "Así es. El propio Hitler hubiera gozado del amparo de los tribunales británicos, que hubieran reconocido su inmunidad". Siempre es de agradecer tamaña claridad (no olvidemos que la abogada en cuestión se llama precisamente Clare). Pero, incluso si el mismo Hitler hubiera sido declarado inmune -cosa harto difícil incluso en 1945-, lo cierto es que desde entonces ha llovido mucho, y la conciencia universal se ha desarrollado lo suficiente para no poder tolerar, ya en el umbral del año 2000, que aberraciones jurídicas de este género puedan prevalecer al amparo de un concepto residual del siglo XVI, frente a todo el bagaje conceptual y de principios, generado en el campo del Derecho Internacional y de los Derechos Humanos desde la II Guerra Mundial.

Téngase en cuenta, por añadidura, que en el caso del general Pinochet se da un doble factor agravante. Primero, porque, a diferencia del Ejército argentino, con su densa tradición golpista, el chileno se caracterizaba en cambio por una larga tradición de respeto a la democracia -incluso en medio de grandes crisis-, noble tradición que fue criminalmente quebrada en el golpe de 1973. Y segundo, porque en Chile no existía en absoluto un movimiento guerrillero ni ninguna organización mínimamente comparable a los montoneros argentinos, a los tupamaros uruguayos, a los senderistas peruanos, o a los sandinistas nicaragüenses. El golpe y la represión fueron dirigidos no contra unas organizaciones armadas, sino contra unas fuerzas políticas y sociales que habían triunfado en las urnas tres años atrás.

Esperemos, en una palabra, que el pronunciamiento final de la justicia británica se produzca en concordancia con el clamor mundial de la comunidad defensora de los derechos humanos, que, en justo resarcimiento de sus víctimas del pasado, y en beneficio de la humanidad del presente y del futuro, exige la entrega a la justicia de un violador de los derechos humanos tan implacable como Pinochet.

Prudencio García es consultor internacional de Naciones Unidas, reciente premio de Investigación Casa de América.

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