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Contra la fragmentación JOSEP M. MUÑOZ

En contra de lo que sostiene cierta moda intelectual que afirma la autonomía del texto, no ya respecto de su contexto histórico sino incluso de su propio autor, lo cierto es que, particularmente en historia, cada libro tiene su fecha. Y, con ella, su lugar y su circunstancia. Edward Said, en su conjunto de ensayos -todavía por traducir en España- titulado The critic, the text and the world, cita un magnífico ejemplo al respecto. En 1946, al finalizar la II Guerra Mundial, el romanista alemán Erich Auerbach publicaba uno de los más importantes e influyentes libros de crítica literaria aparecidos hasta entonces, Mimesis, donde analizaba la tradición realista en la literatura europea desde Dante a Zola. Pero lo excepcional de esta obra fueron las circunstancias de su elaboración, a las que Auerbach -un judío que había huido de la Alemania nazi y se había refugiado en Estambul- alude casi de pasada: el libro lo escribió durante la guerra y en Estambul las bibliotecas no tenían los libros europeos que necesitaba. Y sin embargo -o mejor dicho, precisamente a causa de ello-, Auerbach fue capaz de abordar un tema tan ambicioso como "la representación de la realidad en la literatura occidental": porque, como reconocía el propio autor, "es bastante posible que el libro deba su existencia justamente a esa falta de una biblioteca rica y especializada. Si hubiera podido hacerme con todo lo que se ha publicado sobre tantos temas, no habría llegado a ponerme a escribir". Said, que se interesa por el fenómeno del exilio, subraya cómo Auerbach estaba realizando con su libro un acto de supervivencia cultural, incluso de civilización, de la mayor importancia. El riesgo de escribir algo superficial, erróneo o incluso ridículamente ambicioso era mucho menor que el riesgo de no escribir, y de caer víctima del mayor de los peligros del exilio: la pérdida de la tradición, la discontinuidad cultural. Un año después de la publicación de Mimesis, en 1947, aparecía otro libro, de alcance y ambición muy distinta, la Histoire de l"Espagne, de Pierre Vilar. Nuevamente, las circunstancias de su redacción estaban marcadas por la guerra y por la amenaza del nazismo: el breve ensayo era el resultado de las clases que, sin apenas otra bibliografía a mano que la obra de Rafael Altamira, el oficial del ejército francés Pierre Vilar daba a sus compañeros de armas, internados como él en un campo para oficiales hechos prisioneros por el Ejército alemán. Vilar, que arribó a Cataluña como geógrafo en los años de la dictadura de Primo de Rivera y se hizo historiador al comprobar el peso de la historia en el presente de nuestro país, era consciente de que la guerra de España había sido la antesala del conflicto europeo, y trataba de satisfacer la "pregunta candente" de sus compañeros: "¿Por qué la ruptura de 1936, la atroz guerra civil, la impotencia de un admirable impulso intelectual, la derrota de la democracia, las secesiones regionales?". No era el único, claro está, que debería interrogarse acerca de las razones históricas de fondo de lo acaecido en España en 1936-1939. En la larga posguerra, y desde el exilio americano, Américo Castro se preguntaba sobre La realidad histórica de España (el libro, publicado en México, DF, en 1954, era una reelaboración de su España en su historia, aparecido en Buenos Aires en 1948), y sus afirmaciones eran contestadas por otro destacado intelectual republicano, Claudio Sánchez-Albornoz, en el voluminoso España. Un enigma histórico (Buenos Aires, 1956). Por su parte, en Cataluña, Jaume Vicens Vives se lanzó a combatir las visiones ideológicas del pasado español entonces en boga en su ensayo modestamente titulado Aproximación a la historia de España (1952), mientras trataba de comprender las características definitorias de lo catalán en Notícia de Catalunya (1954), incorporando a su reflexión las experiencias dramáticas de los 50 años anteriores. Y, desde su penoso exilio interior, Ferran Soldevila se lanzaba a finales de los años cuarenta a la ímproba y solitaria tarea de escribir, en catalán, una magna Historia de España publicada finalmente en castellano, en ocho densos volúmenes, donde trataba de ofrecer una visión plural a una historia que se pretendía, entonces más que nunca, unitaria y uniformista. Desde entonces ha llovido bastante, y la aportación investigadora sobre el pasado catalán y español que reclamaba Vicens Vives como condición indispensable para abordar nuevas síntesis históricas se ha producido con creces. Esto ha permitido, entre otras cosas, superar, felizmente, la polémica que enfrentó a Castro con Sánchez-Albornoz. Pero con ello parece haber desaparecido también la ambición de comprensión del conjunto, la necesidad de replantear periódicamente esas visiones globales de nuestra historia. Al menos por lo que respecta a Cataluña, nuestra visión del pasado sigue basándose esencialmente en los esquemas trazados hace 40 años por Vicens y por Vilar. Lo que es, sin duda alguna, prueba de su solidez, pero también revelador de una preocupante falta de voluntad globalizadora por parte de nuestro mundo universitario. En su ensayo La historia después del fin de la historia, Josep Fontana propugna -y es muy difícil no estar de acuerdo- la necesidad de una "globalización" de los estudios históricos para así "superar las consecuencias de la fragmentación cientifista que nos conduce a investigar sobre minucias que son irrelevantes fuera del ámbito estricto de la profesión, y a publicar sus resultados en revistas y monografías que sólo leen otros miembros de la tribu". Y añade al respecto, citando una información de prensa, que según una investigación efectuada hace unos años en Estados Unidos, el 55% de los artículos publicados entre 1981 y 1985 en las revistas científicas más prestigiosas del mundo no han sido citados ni una sola vez en los cinco años siguientes a su aparición. En el caso de la historia, la proporción supera el 95%. Y se pregunta: ¿continuará la sociedad subvencionando esta ingente masa de trabajo irrelevante que sólo sirve para engordar los currículos personales? Me temo que, a pesar de los años transcurridos, la respuesta sigue siendo la misma. Parece como si nuestras sociedades contemporáneas, basadas en el consenso y en la paulatina disolución de la confrontación política e ideológica, no necesitaran ya de esa reflexión global, como si en efecto hubiera llegado el fin de la historia. Los maîtres à penser han desaparecido, y los investigadores se refugian en la especialización que les exige el cursus honórum académico. Pero sin necesidad alguna de echar en falta las dramáticas circunstancias -el auge del nazismo, la guerra, el franquismo- que alumbraron la reflexión histórica, diversa, de un Vicens o de un Vilar, sí creo que deberíamos reaccionar frente a la fragmentación de nuestro mundo académico, recuperando esos dos signos que para Fontana definen una historiografía crítica: la globalización y la politización. Pero para ello hay que recordar, como hizo Auerbach, que el mucho leer nos puede impedir escribir. Y saber también -para compensar un dicho con otro- que quien escribe, lee dos veces.

Josep M. Muñoz es historiador.

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