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La universidad como sociedad del conocimiento

En nuestra sociedad del conocimiento, las universidades se enorgullecen de ser the factory of Knowledge. Contemplamos autocomplacidos nuestra eficacia para producir conocimiento con un ritmo exponencial de crecimiento. Quienes somos responsables del gobierno universitario abundamos en esa idea para cargarnos de razones en nuestra búsqueda de recursos. Es un argumento válido. Es el rumbo -tan cierto como cargado de incertidumbres- a seguir para aquellas universidades que pretenden hacer de su voluntad de supervivencia genuina voluntad de un servicio público de calidad. No es falaz presentarse como productores de capital cognitivo para a continuación sostener que la subvención pública a las universidades es inversión estratégica. Pero sí puede ser incoherente y hasta irresponsable.Porque, ¿están asumiendo los comportamientos universitarios las exigencias prácticas derivadas de esa condición de productores y transmisores de conocimiento que tanto proclamamos? No me centraré aquí y ahora en la docencia y en la investigación, donde son palpables nuestras resistencias a asumir esas exigencias si no conseguimos traducirlas a incremento de algo nuevo que no toque lo viejo, donde el "no sabemos a dónde vamos" es con frecuencia protesta inconfesable ante un futuro ya presente que la calidad del servicio universitario nos niega como mera repetición del pasado.

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El debate actual sobre la reforma de la LRU me invita a centrarme en la universidad como organización. Y es que considero muy insuficiente reducir los graves problemas universitarios a la injusta precariedad del profesorado universitario o a los intolerables casos de la endogámicamente controvertida endogamia, sin que esto implique ignorarlos o no identificarme con algunos análisis de los mismos. Parto del principio de que es preferible una solución aproximada a un problema bien enunciado que una buena a uno aproximadamente formulado. Y sostengo que nuestros problemas son complejos y difíciles, que su solución trasciende la urgente y necesaria reforma legal y presupuestaria, que cada vez menos será a gusto de todos.

Nuestras aulas envían reiteradamente a los estudiantes este mensaje: vuestro futuro en la sociedad del conocimiento pasa por el cambio profesional continuo. Y según los múltiples expertos universitarios en organizaciones es incuestionable que el crecimiento exponencial del conocimiento hace de ellas unas learning organizations, en las que el cambio se integra en la estructura mediante mecanismos innovador-organizativos, donde al cambio constante se responde con la prioridad estratégica de la innovación y la mejora competencial de sus miembros por el aprendizaje. Algo muy ajeno a nuestra inflexibilidad funcionarial-burocrática, a la impenetrabilidad entre áreas de conocimiento, a las trabas para incentivar la calidad, a la categorización como caos de lo que no sea igualitarismo organizativo, a la intocabilidad de la edad de jubilación y a la imposibilidad de dignificarla, a los obstáculos a cualquier estrategia de reasignación de recursos.

¿Dejaríamos de ser universidad si nos adaptáramos al marco organizativo derivado de ese "producto" nuestro que tanto predicamos para los otros? ¿Traicionaríamos a nuestros valores y tradiciones si, desde el respeto a nuestros miembros, propusiéramos cambios de su situación, dignas jubilaciones anticipadas, reciclajes orientados a cambios de área, planes de reestructuración y renovación? Y no sólo por solidaridad con nuestros jóvenes investigadores. Ni para que nuestros lamentos por su exclusión del sistema universitario no acabe en ejercicio de cinismo. Tampoco sólo para que las universidades de mayor volumen y antigüedad afronten estratégicamente el grave problema del relevo generacional de un personal cuyas edades se distribuyen en rombo y no en pirámide. La cuestión es más de fondo y su tratamiento debería desembocar en la creación de una cultura universitaria que nos legitimara ante esa nueva sociedad del conocimiento que contribuimos a crear, en la que los límites entre universidad y sociedad son cada vez más borrosos y en la que no se nos tolerará como santuarios ajenos a lo que nos rodea.

Un doble apunte final. Este nuevo marco organizativo exige ahondar en la autonomía como ejercicio de responsabilidad y como principio de diferencia entre universidades mediante medidas legales desregularizadoras. Pero también reformularla como concepto histórico cuyo referente es la conciencia social en cada tiempo y lugar. Una conciencia que sólo puede aceptar nuestra autonomía si es garantía de servicio público de calidad a la sociedad, si incluye la rendición de cuentas del uso de sus dineros, la supervisión y el control por su parte del rendimiento de nuestro comportamiento académico.

Y los rectores, ¿qué? Los retos que nos plantean los cambios de la sociedad del conocimiento nos demandan algo más que el simple ejercicio del gobierno ordinario. Ni basta apelar a nuestra dedicación y trabajo o refugiarnos en los incordios cotidianos. Con actitud autocrítica universitaria hemos de analizar nuestras posibilidades para asumir aquellos retos y por respeto al excelente trabajo de la mayoría de nuestros compañeros hemos de incorporar a éstos en nuestro análisis. A lo mejor descubrimos que el problema no es la participación sino la responsabilidad con que se participa, ante quién se responde y en nombre de qué se participa. A lo mejor constatamos al mismo tiempo que el actual sistema de gobierno ya no sirve para ejercer la autonomía según la conciencia social vigente, para afrontar el cambio y la renovación permanentes. En todo caso, los rectores algo hemos de hacer, y hacerlo de forma diferente. Sin dejar de preguntarnos cuál es nuestro sentido institucional si nuestro comportamiento no es capaz de visualizar interna y externamente que los valores y la autonomía universitaria que representamos nada tienen que ver con el corporativismo, el patrimonialismo y el inmovilismo y todo con el servicio público de calidad a la sociedad aquí y ahora según los intereses generales.

Antoni Caparrós Benedicto es rector de la Universitat de Barcelona.

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