Reflexión y debate; no al revés
La gripe de hace unos días me dejó en cama un par de tardes. Para superar el tedio, se me ocurrió acudir al remedio de la radio. Hacía tiempo que apenas la escuchaba. Me sorprendió. Casi todos los programas, de una u otra forma, acababan hablando del tema vasco. Al día siguiente, tres cuartos de lo mismo. Quedé impactado; me desconcertaron dos cosas. Por un lado, el enorme apasionamiento suscitado por la cuestión vasca. Intento comprender a los demás, pero hay que reconocer que se dan expresiones que son auténticos despropósitos. También me sorprendió el silencio del nacionalismo vasco. Desde él hay muchas cosas que decir. No entiendo esta actitud.No sé a dónde puede ir un país con semejantes estados de ánimo e incomunicación. Si la democracia es diálogo, ¿dónde estamos? ¿Qué clase de nación o Estado puede surgir de un soporte social con tal crispación? Nada más lejos de mi propósito que el rebatir algunas de las afirmaciones escuchadas. No serviría para nada. En esta situación, cualesquiera que sean las circunstancias del mundo vasco y las repercusiones en los propios intereses, nadie parece dispuesto a escuchar. ¿No es esto una locura?
Alguien tendrá que centrar las cosas; alguien se tendrá que dar cuenta de que, en un clima como el percibido, el Estado no será nunca estable. La globalización de la economía y la cultura o la Unión Europea son algunos de los retos que ponen en cuestión la propia naturaleza del Estado, y no digamos nada del Estado de bienestar. Difícilmente se podrán hacer las transformaciones necesarias para la operatividad del Estado si sigue latente una cuestión que atañe, nada menos, que a su propia integridad o integración.
Se diga lo que se diga y por mucho que se ensalcen las virtudes de la Constitución -que las tiene-, ésta no ha resuelto todos los problemas; sigue latente un problema de naturaleza constituyente, como es el de la integración vasca. Que este problema está en el fondo sin resolver, cualesquiera que sean los textos legales, se palpa con sólo escuchar programas radiofónicos, etcétera. No hacen falta más diagnósticos; el apasionamiento a que me he referido es la forma de aflorar a la superficie de una cuestión tan candente como es la propia identidad nacional, que para aquellos radioyentes estaba siendo vulnerada. Todo lo escuchado fue un puro debate, sin norte alguno, y no se puede ignorar que una situación así tiene un significado.
La primera reflexión que quizá ha de hacerse es la de reconocer que estamos ante un conflicto entre dos concepciones nacionalistas que no se han encontrado. Es una ingenuidad, que puede ser suicida, el presentar la cuestión configurándola como un problema de necedad nacionalista, protagonizado por la intransigencia del nacionalismo vasco, que, evidentemente, es la parte perversa.
Empecemos por situar objetivamente las cosas, reconociendo que, como señala P.J. Taylor, "en todo conflicto nacionalista hay dos bandos, y los dos son nacionalistas". Este solo reconocimiento ya es un buen paso.
Hay que valorar las cosas con serenidad y meditar con rigor adónde hemos llegado. No nos podemos refugiar en el pasado. La Constitución y el Estatuto ni fueron dados por Dios en el Sinaí ni pueden ser utilizados como la Gran Muralla China. Son lo que son, obra de los hombres y, por tanto, mudables o, cuando menos, reinterpretables. No dramaticemos el tema. No se trata de atribuir responsabilidades.
Pero la necesaria reflexión también alcanza al nacionalismo vasco. La historia ha sido dura con él y no le ha dado muchas oportunidades, pero en los últimos años ha sido posible iniciar un proceso de adaptación a las nuevas realidades. No puede desconocer que el esquema ideológico y el marco jurídico existentes en la época, en la que el fuerismo -harto de la incomprensión- se transformó en nacionalismo, son muy distintos de los actuales. Han pasado más de cien años.
Las tensiones generadas por un anómalo desarrollo del Estatuto, de las que no tiene la culpa, no han facilitado al nacionalismo vasco su propia interiorización. Hay que salir de la rutina actual. Hace poco, el filósofo Javier Sádaba ponía de relieve los riesgos de "mantener unidos un independentismo in verbis con una práctica simplemente autonomista". Por mi parte, añado que la tentación de los testimonialismos produce satisfacciones, pero no facilita el desarrollo y la integración social del nacionalismo vasco, que también necesita de estabilidad.
Si la situación es como describo, ¿cómo hacer la reflexión que debe preceder al debate?
En medio de tantos interrogantes, parece claro que los partidos políticos ofrecen una incapacidad para superar la cuestión. Lo único que se aprecia es una permanente diatriba entre unos y otros. Diatribas que se ofrecen con un bajo nivel de ideas creativas. Es un permanente torneo de descalificaciones. Con una visión simplificadora del mundo, cada partido político se considera como único detentador de la verdad. Vivimos una situación que Nietzsche identificó en su día como "la voluntad de no ver".
En un debate que organizó la Fundación Encuentro sobre "La corrupción del debate político", se aludió ampliamente al maniqueísmo político actual. En aquel foro se constató que "no se quiere ver objetivamente al adversario"; "con el disgusto arrogante, se le ignora o desprecia"; "se le pretende aniquilar, no físicamente, pero sí en su prestigio intelectual, moral y político". "El adversario deja de ser interlocutor válido porque se le niega la representación virtual de intereses sociales y de fuerzas políticas vigentes".
Quizá el nivel de la cultura democrática sea aún bajo, pero esto es lo que hay. Los intereses electorales o el deseo de apuntarse a la medalla complican el esquema. El bloqueo existente es una triste e incuestionable realidad.
¿Qué ideas de futuro pueden surgir en este ambiente? Dejando aparte la hipótesis de los milagros, la respuesta es: ninguna. Si el problema vasco se suscita a partir de la Constitución de 1812, quiere decir que estamos ante una cuestión de Estado, por cuanto que lo que se discute es la propia forma de integración de éste. De aquí que la reflexión sobre su estructura de futuro tendrá que iniciarse en el escenario adecuado. Un escenario en el que se vea el problema desde
perspectivas alejadas del debate cotidiano. Sólo en encuentros alejados de las tensiones de cada día pueden surgir, cuando menos, las ideas básicas para debatir después. Quizá un libro blanco para fijar al menos los hechos. Polémicas como las actuales acerca de qué es lo que cabe o no en la Constitución, o si ésta es o no reformable, o cómo debe reconocerse el derecho de autodeterminación, como una potencialidad en abstracto o la federalización de España, hoy por hoy, son enervantes.Somos muchos los que veríamos con agrado que el alto el fuego de ETA fuera acompañado de una tregua en las agresiones ideológicas.
Durante un cierto tiempo, dejemos que piensen quienes saben y pueden hacerlo. Se ha escrito que la solución del problema vasco pasa por entrar "en una política de consensos laberínticos, como sustitución del dogma, en una sociedad plenamente abierta". Me temo que va a ser así, y esta circunstancia hace deseable un aire renovador de ideas. ¿Puede haber un proyecto que reciba el apoyo de un amplio consenso social y tenga un encaje a tono con la geopolítica del momento?
La imaginación y la buena voluntad pueden hacer mucho para definir y orientar la situación; la actual no conduce a nada. ¿Tenemos que pensar que se da por perdido el tema y no hay ningún interés en abordarlo?
Entretanto, las medidas coyunturales que avalen la recíproca lealtad en la reflexión y debate y el sobrepasar las próximas elecciones generales, pueden hacer posible la ruptura de algunos círculos mágicos, que ahora ahogan a todos.
Hagamos lo preciso para que el debate no aniquile la reflexión; para que ésta enriquezca a aquél.
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