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Tribuna:RECONOCIMIENTO DEL CINE ESPAÑOL
Tribuna
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Conservar los Goya

No se trata de alertar sobre la conservación de las pinturas del genial visionario del arte contemporáneo. Conservar los Goya tampoco alerta sobre los disparates de la vanidad a que nos tienen acostumbrados quienes, por sus habilidades y talento, son justos merecedores de premios y galardones. En efecto, los Goya, a que este artículo busca referirse, son las estatuillas que, a imitación de los oscars de Hollywood o los Césares franceses, avalan cada año las mejores producciones del cine español.Y Conservar los Goya pretende advertir sobre lo precario del material cinematográfico como original, todavía más cuando una película, el soporte plástico, y no la continuidad en imágenes de lo fotografiado en él, no se valora, al contrario que un lienzo, papel, piedra o metal, por irreproducible. El original de una película -perdonen la obviedad- es un negativo no susceptible en sí mismo de ser reproducido en pantalla, un antecedente, matriz o molde del que sacar copias, el efecto perseguido, un número plural de reproducciones en razón de la demanda.

Conservar los Goya -así lo considera la Academia cuando premia- es conservar lo mejorcito del cine español, y viene a la memoria la reprimenda que en 1932 escribía Lucienne Escoubé, con bastante enfado, a las variopintas gentes del cine: "Valiente arte el vuestro, del que ni siquiera sois capaces de conservar las manifestaciones más representativas". Y nacieron las filmotecas, con un origen filantrópico y la obsesión del coleccionista: gentes que no dudaron en rescatar de la basura el cine mudo y el impreso en nitrocelulosa que, inflamable y susceptible de ser reciclado en otras mercancías (peines, bolas de billar...), hubiera desaparecido. Sin la labor de estos "aficionados", las películas mudas, las primeras sonoras, aquellas que el avance tecnológico de la industria hizo obsoletas, poco o nada quedaría de los primeros cuarenta años de la historia del cine.

En expresión feliz, pero dotada de un sentido de denuncia que el tiempo ha demostrado responder sólo a intereses ideológicos, Ilya Ehremburg calificaba a Hollywood como "fábrica de sueños". ¿Había que justificar la condición de cine como arte para merecer su reconocimiento? Permítanme la ironía de un pequeño desplazamiento de especialista: ¿todavía hoy debemos justificar la condición del cine como arte para merecer su conservación?

Si, en su origen, las filmotecas nacieron sorteando la legalidad, pirateando, "robando" copias que legítimamente no les pertenecían, escondiendo en sus almacenes aquellas películas que el desinterés, la censura política, la competencia comercial o el simple abandono hubieran hecho desaparecer, su traducción actual exige de ellas que, superados los rencores, alarguen la mano a los productores para hacerles ver que son ellos, en primera y última instancia, los que mayor rentabilidad van a sacar a una buena conservación de sus películas.

En España -y en buena parte de Europa-, la producción cinematográfica está protegida económicamente por el Estado. Las productoras están obligadas a entregar una copia de exhibición a la entidad administrativa que ha participado con subvenciones. Las copias, con más o menos celeridad, acaban entregándose. Sin embargo, las productoras, que no contemplan entre sus gastos los derivados de la conservación, no disponen de liquidez a la hora de entregar a las filmotecas públicas materiales adecuados de conservación (internegativos, duplicados de sonido, lavenders, bandas de color, etcétera), aun cuando la Filmoteca Española corra con parte de los gastos. El resultado es que las copias de exhibición que acaban siendo entregadas suelen ser primeras reproducciones mal etalonadas (sin equilibrio de tonalidades).

Las subvenciones a las restauraciones cinematográficas de viejos filmes se justifican de igual modo que las intervenciones arquitectónicas en palacios, iglesias o reparaciones pictóricas. Lo que resulta más difícil de justificar, debiendo participar todos en reducir el déficit público, es que, conocedores de los problemas de conservación de todo material plastificado, todavía se considere como responsabilidad sólo pública y no empresarial la conservación de lo producido por el capital privado. El caso de la película Furtivos (1975) o El espíritu de la colmena (1973) son ejemplos flagrantes de falta de previsión. Destrozados los negativos originales por las numerosas copias que se sacaron de ellos -matar a la gallina de los huevos de oro-, la Filmoteca Española ha debido asesorar a los productores en una carísima restauración que todavía no ha finalizado, para poder de nuevo exhibirlas. Rescatar de nuevo las matrices.

Conservar los Goya, urge reconocerlo, es algo más que una red de mensajeros, virtual o real, repartiendo panes o prebendas para que el "abuelo" y la "niña", poco importa, se sacien hoy y pasen hambre mañana. Deben saber los productores que están cegando un largo camino comercial -que asegura diversificar riesgos- al no contemplar, a priori, en la proyección presupuestaria los gastos derivados de la conservación, a largo plazo, de lo producido. De correpasillos -cazadores de subvenciones-, los productores deben convertirse en empresarios que apliquen, a lo producido, los conceptos modernos de calidad total y marketing.

No es de recibo que las productoras entreguen a las filmotecas públicas copias de compromiso que, posteriormente, reclaman para exhibir en festivales o muestras. La colaboración entre las filmotecas y la industria cinematográfica debe estar regida por la racionalidad. No cabe hoy la concepción de las filmotecas como instituciones numantinas que siguen almacenando películas contemporáneas obtenidas de cualquier manera. Como no cabe hoy que el gasto derivado de la conservación revierta únicamente en el presupuesto público y no en el empresario que, interesado en la rentabilidad de su mercancía, está directamente implicado en su conservación.

Por último, cuando informamos sobre el futuro, especulamos, avanzamos los acontecimientos, y las proyecciones adquieren para el receptor una corporeidad que no es tal. Es la moda, por ejemplo, de la virtualidad. Con la imagen digital, que está llamada a sustituir a la impresa en celuloide, pasa algo parecido, y con el problema de la conservación de éstas, llegándose a creer que, en un futuro próximo, las películas, las cintas de plástico, desaparecerán, ocurre lo mismo. En realidad, se trata de una perversión intrínseca al concepto ambiguo de virtualidad (sí y no), que nos hace percibir el tiempo a una velocidad mayor del que circula en la historia.

Por una parte, no existe una imagen digital que tenga la definición, la calidad, de la imagen química impresa en celuloide. La imagen digital representa una traducción a números demasiado cercanos al infinito y con una complejidad de variables, datos y algoritmos que, a la velocidad de la luz, no aseguran preservar, por el inmenso volumen de información que almacenan, pequeños desvíos que representen al final del recorrido zonas de caos, o, lo que es lo mismo, áreas nunca bien definidas. Por otra parte, aquellos que a mitad de los años ochenta comenzaron a coleccionar películas grabadas en vídeo se encuentran hoy con que han perdido sus imágenes, las definidas en color, por invasión del rojo y el azul, y las grabadas en blanco y negro, por la pérdida de contrastes y la desaparición de grises en favor del blanco. Es decir, deberán volver a copiar -en el argot, perder una generación- una videoteca, con calidades peores que el símil de una fotocopia. Demasiado dinero tirado a la basura para una colección de vídeos, cintas señaladas, que en ningún caso mantienen la estabilidad de la tinta, del papel y del cartón que componen los materiales de una biblioteca. ¿Dispondremos a finales del siglo XXI, en el 2099, de las películas que han sido premiadas en 1999? Conservar los Goya.

José Ginés es jefe de Recuperación y Conservación de la Filmoteca de la Generalitat Valenciana. Este artículo está suscrito por Manuel Gutiérrez Aragón, Juan Mariné, Eduardo Bautista y Miguel Marías.

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