Sosiego
Madrid siempre tuvo fama de ciudad amable. Pero las cosas están cambiando de forma inquietante. Por más que las encuestas de opinión pregonen periódicamente que los ciudadanos se muestran moderadamente satisfechos de cómo van las cosas, lo cierto es que cada vez hay más gente cabreada por la calle y por los despachos. El apetito desordenado del triunfo social y profesional está convirtiendo a las personas en máquinas de mala leche. Hay demasiada competencia, demasiadas frustraciones.Se está imponiendo la aviesa y ancestral teoría de que el triunfo es patrimonio de los hijoputas: para ascender, es preciso ser canalla, sanguijuela, borde, mentiroso, buitre, inmoral y navajero de guante blanco. Quien no esté adornado de tan excelsas cualidades es un pelanas, un gilipollas, un tonto del haba. Ser buena persona es cosa de estúpidos e indocumentados. El sosiego, la amabilidad y el disfrute sencillo de la existencia son entretenimientos estólidos para personas sin ambición y sin futuro.
Bueno, pues ya se comienza a detectar en Madrid una reacción ponderada y serena al imperio de los excrementos. Y no es una reacción organizada. Se trata de un movimiento espontáneo carente de beligerancia. No hay rencor, porque el rencor encabrona. Pero sí hay distanciamiento estoico, una firme convicción de algo tan evidente como la fugacidad de la vida. Aquellas cuestiones elementales: quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos, qué coño pintamos aquí. En fin, cosas evidentes que nos hacen poner a las cosas en su sitio y llamarlas por su nombre hasta que la muerte nos ampare.
El futuro siempre fue una entidad melancólica y azarosa. Pero las mentes más lúcidas de la humanidad lo han tenido bastante claro: el futuro, inexorablemente, es un ciprés y algunos crisantemos. Todo lo demás son nimiedades, tonterías, hojas de otoño que vuelan sacudidas por el viento.
La vida es una broma que acaba con la muerte. Y viceversa. He aquí la fuente de la risa. Madrid tiene que ponerse las pilas.
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