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Ética y utilitarismo

Las especulaciones de los últimos días sobre la posibilidad de que Euskal Herritarrok condenara de alguna manera la violencia que se está ejerciendo contra personas y colectivos de nuestra sociedad ha vuelto a poner sobre la mesa el viejo debate sobre la utilidad o inutilidad de dichas condenas. De hecho, el principio de utilidad ha pasado a ser no sólo el argumento central de las resistencias a llevar a cabo una denuncia de ese tipo, sino que el mismo parece haber desplazado -al menos entre algunos sectores- al hasta hace poco criterio dominante en los mismos: la simple y llana la defensa de la eficacia de las acciones violentas. Gentes que hasta hace bien poco defendían la violencia como algo necesario para alcanzar determinados objetivos políticos, parecen haber renunciado a sostener tales posiciones, pero se resisten a condenar aquélla desde el argumento de la inutilidad. Un argumento que parece haber calado también en algunos círculos tradicionalmente comprometidos con la crítica de la violencia. El núcleo de este razonamiento viene a ser más o menos el siguiente: la violencia es la expresión de una situación estructural de conflicto, que incluye tanto datos objetivos (concretados en una legislación contraria a la soberanía del País Vasco, en la política penitenciaria del Gobierno, etc.), como aspectos subjetivos, entre los cuales destaca el estado de ánimo de un sector de la población -el que practica la kale borroka- sumido en la desconfianza hacia cualquier vía de solución de carácter institucional. Corolario: mientras esa situación estructural no sea superada, o se encuentre en vías de superación, dichas expresiones de violencia seguirán existiendo -pues tienen una autonomía propia, independiente de lo que hagan o digan los demás-, por lo que las condenas serán inútiles. Tal forma de razonar presenta no pocos problemas. En primer lugar, incluso aceptando esa concepción utilitarista, la proposición es falsa. Durante largos años, muchas personas se han manifestado en silencio contra la violencia y, en no pocas ocasiones, cientos de miles de ciudadanos se han echado a la calle para expresar su rechazo a la misma. A estas alturas, todo el mundo reconoce, incluyendo no pocos sectores del MNLV, que esa demostración pública de la voluntad de la gente ha representado un considerable aislamiento social de quienes practicaban o defendían la violencia y un desprestigio creciente de ésta, a lo que en modo alguno ha sido ajeno el planteamiento de la tregua. Pocos seres humanos son inmunes a la percepción que el entorno que les rodea tiene de sus actos, y el mundo de ETA no iba a ser una excepción. La condena de la violencia no ha sido por tanto inútil, ni siquiera desde una óptica estrictamente consecuencialista. La reflexión sobre la inconveniencia de mantener la anterior estrategia por parte de HB y ETA es también, en alguna medida, consecuencia del rechazo social de la violencia. Pero además, el razonamiento de la utilidad tiene otro inconveniente aún mayor. El utilitarismo sólo evalúa las acciones en función de sus resultados, sin otorgar ningún significado moral a las actitudes y los hechos mismos. De esta manera, la condena de la violencia no podrá ser valorada por algunos en sus aspectos éticos, pues ello será considerado testimonialismo. Afortunadamente, las personas que salen a la calle para condenar la violencia política, las violaciones y asesinatos de mujeres, el racismo y la xenofobia, la conculcación de los derechos humanos en Colombia o en Afganistán, y hasta la dispersión de los presos de ETA, no se interrogan antes de salir de casa sobre la utilidad de su acción, ni analizan si aquello que van a denunciar responde a situaciones estructurales. Lo hacen porque se lo pide el cuerpo. Porque lo consideran justo. Porque se sienten más personas. Y porque intuyen que sólo desde esa posición de principio puede plantearse luego la búsqueda de soluciones operativas a las cuestiones denunciadas.

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