Los kurdos y la amnesia JOAN B. CULLA I CLARÀ
A la vista de la información internacional de estos últimos días no me parece necesario reiterar aquí los datos esenciales acerca de la intolerable opresión que sufre desde hace décadas la población kurda en Turquía. No lo haré ni siquiera para replicar a quienes -como Valentí Puig el pasado martes- invocan despectivamente la ubicación transfronteriza, las divisiones internas o el recurso a la lucha armada para descalificar la causa kurda pero no, al parecer, las causas palestina o albano-kosovar, que comparten esas mismas características y, sin embargo, gozan de legitimidad y concitan -merecidamente- los desvelos del mundo. El señor Puig y otros deberían caer en la cuenta de que equiparar el PKK con ETA resulta tan burdo y tan injusto como equiparar a Turquía con España en materia de respeto a los derechos individuales y reconocimiento de los colectivos. Pero no es a esto a lo que quería referirme, sino a la tremebunda reacción del establishment central ante el acuerdo del Parlamento vasco ofreciendo su hospitalidad a la Asamblea del Kurdistán en el exilio. En este invierno de 1999, cuando se cumplen seis décadas justas de la gran emigración republicana de 1939, que los descendientes o herederos político-sociales de quienes permanecieron a este lado de la frontera, como vencedores, condenen y rechacen el gesto de la Cámara de Vitoria es normal, constituye un dato de coherencia histórica. Ahora bien, ¿cómo puede hacer lo mismo el PSOE, sucesor legítimo de muchos de los vencidos y exiliados de entonces? Uno de los rasgos de la cultura democrática española penosamente reconstruida bajo el franquismo y aparentemente hegemónica desde 1978, o por lo menos desde 1982, fue la gratitud hacia todas las solidaridades externas que, a lo largo de la dictadura, nos ayudaron de un modo u otro a soportarla y a combatirla, desde el México acogedor y generoso de Lázaro Cárdenas hasta la Suecia del malogrado Olof Palme, capaz de echarse a la calle, hucha en mano, "por la libertad de España". Se trata de una gratitud justificada, porque ¿cuál hubiera sido la suerte de la élite intelectual y política peninsular si, en 1939-1940, los gobiernos de México, Chile y otros países, guiados por la realpolitik y por el deseo de no incomodar a Madrid, hubiesen rechazado a esos exiliados que Franco tildaba de asesinos y ladrones y de constituir "la anti-España"? ¿Y qué habría sido del PSOE si durante tres décadas, en Toulouse, a ciencia y paciencia de las autoridades francesas, Rodolfo Llopis y los suyos no hubiesen podido desarrollar una actividad política que el régimen español consideraba hostil y subversiva? Eso, por no hablar de Suresnes. En cuanto a la Generalitat catalana, su continuidad sólo fue posible por la tolerancia de París ante un presidente Tarradellas cuyas reuniones, viajes y correspondencias no eran muy acordes con la condición de refugiado ni muy apreciadas por la embajada española. Más en general, ¿acaso no celebrábamos todos los antifranquistas como un éxito propio cualquier injerencia de parlamentarios, periodistas o abogados extranjeros que sirviese para denunciar y presionar a la dictadura? ¿Hemos olvidado ya todo eso? Existe también, por descontado, la cuestión de los intereses comerciales. Pero, habiéndose celebrado reuniones previas de la Asamblea kurda en otros países comunitarios (en Bruselas, Viena, Copenhague, Roma...), no hay constancia fehaciente de ningún boicoteo por parte de Ankara contra las empresas belgas, austriacas, danesas o italianas. Además, ¿es que alguien cree que el mercado turco adquiere productos españoles por razones de simpatía o afinidad? No, los compra porque le resultan ventajosos en términos de calidad y precio; y, si ello es así, los seguirá comprando con kurdos o sin ellos. Ahora mismo, el secuestro de Abdalá Ocalan hace más justificadas y urgentes que nunca las medidas de presión sobre Turquía para que dé a la ignominiosa cuestión kurda las respuestas democráticas que son propias de esta Europa en la que aspira a integrarse; respuestas como las que parecemos dispuestos a imponer en Kosovo, sin ir más lejos. Será una tarea muy difícil, lo sé, pero las noticias que últimamente llegan de Timor Oriental o las esperanzas todavía no perdidas a propósito del Sáhara nos muestran -aun tratándose de situaciones jurídicamente distintas- que hay una moral internacional capaz de sobreponerse a los meros intereses mercantiles y de frenar los chauvinismos de Estado más feroces. En esta estrategia indispensable de la presión política y mediática sobre el régimen de Ankara, la invitación del Parlamento vasco es un aporte nada desdeñable. Lo hubiera sido también un acuerdo semejante del Parlamento catalán. Y es una lástima que Convergència i Unió, la expresión mayoritaria de un nacionalismo que sabe de represiones y de exilios, de instituciones desterradas y de líderes secuestrados y ejecutados, no haya sabido estar a la altura que las circunstancias exigían.
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