Ni una, ni unas: la cultura FRANCESC DE CARRERAS
En estas mismas páginas, mi amigo y compañero Enric Fossas publicaba ayer un artículo sobre este mismo tema que intentaba quitar hierro al tedioso debate sobre si en España debe existir o no un Ministerio de Cultura. En efecto, de nuevo estamos dándole vueltas a este viejo tema. Los partidos firmantes de la Declaración de Barcelona lo han vuelto a plantear expresando, por supuesto, la necesidad de la desaparición de tal ministerio. Maragall, por su parte, ha dicho que se puede prescindir de él y Borrell ha considerado que debe seguir existiendo. Finalmente, ambos se han puesto de acuerdo en mantenerlo pero con una denominación distinta: Ministerio de las Culturas. Fossas ponía ayer de manifiesto la irrelevancia y relatividad de este debate en los términos puramente organizativos en los que se estaba planteando, posición con la cual coincido plenamente. Pero el problema que hoy quiero plantear es otro distinto, más sustancial y de fondo, en el cual todas estas posiciones aparentemente alejadas parecen estar de acuerdo. Se trata de lo siguiente: según se desprende de todas estas manifestaciones, los poderes públicos tienen competencia en materia de cultura porque su finalidad principal es defender y desarrollar una identidad cultural colectiva. Si esta identidad colectiva que se pretende abarca todo el territorio español, entonces la titularidad de la competencia debe ser estatal; si se ciñe simplemente a una determinada nacionalidad o región, entonces debe ser autonómica. Bajo estos presupuestos, los nacionalistas quieren, lógicamente, que la competencia recaiga únicamente en las comunidades autónomas y el tándem Maragall / Borrell mantiene que también el Estado es competente, ya que existe una identidad cultural española, sin perjuicio de las competencias autonómicas necesarias para la defensa de su identidad cultural propia. A mi modo de ver, el problema, en estos términos, está mal planteado. La intervención de los poderes públicos en materias culturales no se justifica únicamente, ni siquiera principalmente, por razón de la defensa de una problemática identidad cultural colectiva, sino en defensa de algo mucho más concreto: la garantía de los derechos culturales de los ciudadanos. Desde esta perspectiva, que es la perspectiva de la libertad, el problema permite ser contemplado de manera muy distinta. En efecto, aquello que los poderes públicos -sean Estado, comunidades autónomas o entes locales- deben ejercer son dos competencias muy diferenciadas. En primer lugar, deben garantizar y fomentar la libre creación y el libre consumo cultural en los campos de las artes plásticas, la música, la danza, la literatura, el teatro, el cine, etcétera. En segundo lugar, deben defender el patrimonio cultural existente, único campo en el cual es legítimo entender la cultura como expresión de una identidad cultural colectiva. Ambas cosas son necesarias, pero la confusión entre una y otra implica consecuencias tan funestas como son el dirigismo cultural y el conservadurismo ideológico y estético. Pongamos ejemplos. Nadie pone en duda que puede ser tarea de los poderes públicos subvencionar una gira de la Filarmónica de Viena, una exposición de Magritte, unas representaciones de la Royal Shakespeare Company o unas traducciones de poesía china. ¿Se defiende así la identidad cultural colectiva? En absoluto: permite abrir el mundo cultural propio a otros distintos que, a su vez, potenciarán la creación local o permitirán el consumo cultural del ciudadano medio. Además, por supuesto, es legítimo -y obligado- que los poderes públicos protejan -en el sentido conservador de la palabra- el patrimonio propio, en los campos lingüístico, artístico, arqueológico, musical, etcétera, siempre para estimular y garantizar la libertad de los ciudadanos, nunca para imponerles una determinada cultura que, en ese caso, ya no sería tal sino que operaría como una simple ideología. El problema fundamental, por tanto, no radica en si la política cultural de los poderes públicos se ejerce desde el Estado o desde las comunidades autónomas, sino si se ejerce en favor de la libertad de los ciudadanos -la cultura entendida como derecho individual- o como un instrumento más de dominio sobre ellos, imponiendo una determinada identidad cultural. No se trata, por tanto, de defender una cultura o unas culturas, sino de defender la cultura, la libertad.
Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional en la UAB.
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