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"Pleasantville"

JAVIER MINA Puede que hayan visto la película que da nombre a esta divagación o puede que no, en cualquier caso no se la destriparé (quiero decir la cinta) si les cuento que básicamente trata de una sociedad feliz, idílica incluso, donde todo son sonrisas, familias modélicas, cenas como apostólicas y perros que lejos de cebarse con las nalgas de los niños sirven para traer el periódico -uno, el no linchador ni plural- o las pantuflas. Allí no hay esquinas, ni cacofonía, ni dolor, ni bilingüismo, ni pobreza, ni déficits democráticos, ni más vulgaridad que la que implica exhibirse sin tacha. Porque ahí está el quid, en Pleasantville viven de manera tan pasteurizada que no caben ni pasión ni discrepancia. Al alcalde no lo eligen directamente sino que ciertas fuerzas lo cooptan al grito de ¡por aquí! sin importarles que se llame 666, el número de la Bestia, tal vez porque así se atraen también a los satanistas -a los satanistas, no a los satanizadores- que estén por un infierno en clave de construcción nacional y territorialidad, se entiende. Y entonces sobreviene un delirio llamado Pamplona donde nadie desafía y todos se ríen de las cifras y porcentajes de asistencia y firma, habida cuenta de que ya se consiguió lo más importante, hacer que parezca no sólo legítimo sino de pleno derecho un órgano cuyo carácter meramente consultivo sólo estaba en el ánimo de quienes querían engañar o creerse piadosamente el engaño. Pero el precio del billete resulta caro. Para viajar a Pleasantville hay que abandonar toda esperanza, toda esperanza de mostrar algún rasgo diferencial. Pleasantville es monocolor, pero aunque parezca rosa sólo es gris, ni siquiera en blanco y negro, porque los contrastes están prohibidos. A nada que uno ponga Pleasantville en solfa le acusan de azul, pero no por pitufo sino por falangista partidario de lo uno, grande y libre -lo ha dicho alguien tan poco sospechoso de sagacidad como Oliveri-, cuando sólo los que allí viven se permiten enaltecer la unidad territorial, pronosticar una grandeza inigualable y separada allá para el 2004 y gritar gora Pleasantville askatuta. Nadie sabe qué tienen las Pleasantville del mundo para atraer a los incautos como moscas. ¿Será connatural al espíritu humano soñar con lo plano, armonioso y perfecto aunque sea a costa del propio hombre? Imaginar que las propias carencias, los defectos, las desigualdades económicas, los problemas de convivencia, la lengua perdida y los olvidados guisos de la amona nunca pueden resolverse en el aquí y ahora sino siempre en un allá, en el que, para empezar, no tendrán cabida los más disonantes, ni los libios, ni posiblemente los extremeños no deja de ser un síntoma de inmadurez en lo personal y un camelo en lo político, porque los sueños, sobre todo los de perfección social, no existen fuera de la mente de quien los necesita. Y mientras todo se cifra en el Más Allá, lo de ahora se subroga a lo simbólico y en él se consume. ¿Para qué condenar colegiadamente ataques a colegas electos y medios de comunicación, para qué sentarse a tratar de paz en el Parlamento, para qué adoptar resoluciones políticas mientras se pueda vivir instalado en el agravio permanente, en el pulimento de cuanta representación ya humana ya institucional ya kurda refleje en su deslumbrante faz el mañana fúlgido y triunfal o, cuando mucho, mientras se pueda recurrir a maniobras de la más baja estofa política destinadas a conseguir mayorías que puedan perpetuar el mismo tipo de actuaciones dilatorias y onanistas? Queda por ver si el capitán Tan y su delfín van a poder arrastrar a la totalidad del partido por antonomasia nacional en la deriva de continentes estellesa o si, por el contrario, se quedarán con un palmo de narices independentista y Pleasantville, privada de su cimentación mayoritaria, se viene abajo. Cuentan que al bajar Moisés del Sinaí con las tablas de la ley al hombro encontró a los suyos adorando al Becerro de Oro (que por cierto no se llamaba Josu). Y es que al mejor escribano le cae un borrón... y cuenta nueva.

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