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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Un mirador para distraídos PEDRO ZARRALUKI

Tengo un amigo que el sábado pasado vivió una historia curiosa. Había quedado para cenar con una mujer con la que tiene una relación reciente, desasosegada y, por lo que parece, francamente estimulante. Sin embargo, la mujer no se presentó y él acabó cenando en compañía de Niétochka Nezvanova, una jovencita enamorada de su padrastro a la que Dostoyevski dio vida en una novela inacabada que mi amigo, casualmente, llevaba en el bolsillo. El problema se presentó al salir a la calle después de la cena. Según me contó, lo malo de los personajes literarios es que no te resuelven los sábados por la noche cuando no tienes ganas de dedicarlos a la lectura. Además, Niétochka era demasiado joven para él, y no quería acabar de forma lamentable una noche que ya empezaba mal. El restaurante está en la parte alta de Barcelona. Como no sabía qué hacer, mi amigo se subió al coche y condujo distraídamente por la carretera que lleva a Vallvidrera. Al salir de una curva los faros iluminaron un mirador lleno de automóviles aparcados. Vio un hueco entre dos de ellos, y no dudó en situarse allí para contemplar la ciudad desde lo alto. Como recordarán los lectores, era una noche moderadamente fría y muy clara. En opinión de mi amigo, Barcelona tenía muchas menos luces de lo que él esperaba, siempre que exceptuásemos el inmenso resplandor amarillo de la Zona Franca. Delante de las torres gemelas, oscuras y discretas, el edificio del Banco Atlántico parecía un inmenso cartelón publicitario de otros tiempos más dispendiosos. Pero, por lo general, la ciudad mantenía una extraña calma. "En absoluto a lo Broadway, ya me entiendes. Más bien se respiraba un ambiente de descanso burgués, aunque asombraba la enorme proporción de luces azules. ¿Por qué hay tantas luces azules en una ciudad tan mortecina y apacible?". Me encogí de hombros y dejé que siguiera hablando. Lo asombroso vino a continuación. Mi amigo suponía encontrase entre una serie de ciudadanos que disfrutaban como él de aquella vista plácida y nocturna. Pero, al volverse a un lado y a otro, descubrió que todos los coches estaban vacíos. ¿Era aquello un aparcamiento municipal? ¿La gente dejaba allí el coche y bajaba andando a la ciudad? ¿Estaba tan desesperada como para pegarse aquella caminata? Nada de eso. Todos los coches tenían reclinados los asientos delanteros, y en las ventanillas posteriores, empañadas, acechaban cabezas como animales recelosos en sus madrigueras. Comprendió entonces que él era el único que estaba solo en aquel lugar, el único que miraba en aquel mirador. Y se dedicó a disfrutar de ello, siempre por el rabillo del ojo y con cierto apuro de que alguien le recriminara estar haciendo lo que efectivamente hacía. Le bastó con una hora para convertirse en un verdadero entendido. Sin embargo, no quiso extenderse en detalles a la hora de contármelo. Sólo accedió a decirme que había parejas rápidas y otras muy organizadas que cubrían las ventanillas con la ropa de la que se iban desprendiendo. También que todas pasaban a la parte posterior sin salir de los coches y que éstos, por desgracia, carecían del inolvidable balanceo del Dos Caballos. "No seas morboso", me recriminó. "Lo más divertido vino después". Cansado de disfrutar viendo cómo disfrutaban los demás, bajó al Merbeyé a tomarse una copa. Estaba acodado en la barra cuando se fijó en la mujer sola, ensimismada en una mesa del fondo del local. Fumaba un cigarrillo detrás de otro, nerviosa, y se acariciaba el esternón, un gesto que a mi amigo le vuelve loco. Esperó un rato por ver si iba acompañada. Finalmente, se decidió a acercarse a ella. La mujer alzó la cara al notarlo a su lado. "¿Por qué no has venido?", preguntó él. "He soñado que estabas con otra y que eras feliz", contestó la mujer. En este punto del relato a mi amigo le entró una gran excitación. Me dijo que las mujeres eran mecanismos perfectos movidos, de forma desconcertante, por un soplo de inaprensible fantasía. Yo me impacienté por saber cómo acabó la noche. "Bien, bien. A la mañana siguiente le envié unas flores con una nota en la que le pedía disculpas por su sueño". Y luego, juntando las manos como si deseara apresar el futuro entre las palmas, añadió: "Le he prometido que el próximo sábado la llevaré a un lugar desde el que podrá ignorar toda la ciudad".

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