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Reportaje:PLAZA MENOR - MARINA ESPAÑOLA

Resonancias en la Cámara

La plaza de la Marina permanece anclada en el tiempo y aislada del ajetreo ciudadano. Caprichosamente delimitada por cuarteles, palacios y caserones, es una plaza que, pese a la relevancia del edificio del Senado, suele pasar inadvertida para los turistas embobados con la cercana plaza de Oriente, admirados ante la prestancia del Palacio Real y probablemente perplejos ante el pastiche que representa la flamante catedral de la Almudena. Podría verse un paralelismo entre el papel secundario de esta plaza en el entramado urbano y el del Senado en la vida política patria. De la escasa importancia que nuestros gobernantes otorgan a la Cámara da fe reciente el gesto del presidente Aznar, que ha puesto al frente de la institución a Esperanza Aguirre después de despedirla por inepta de su Gabinete. La pretensión de hacer del Senado una especie de Parlamento autonómico se da de bruces contra la designación de una persona que no ha mostrado desde su anterior cargo un mínimo de sensibilidad y de comprensión hacia tan espinoso y vital tema.

La plaza de la Marina Española seguirá por ahora al margen de los tráfagos, bajo la sombra espesa del viejo caserón que nació sobre los cimientos de un colegio y convento que doña María de Córdoba y Aragón fundó en el siglo XVI. Las obras del colegio de la Encarnación, de religiosos agustinos calzados, regido por el beato Alonso de Orozco, finalizaron en 1599 con las pinturas que de su propia mano realizara en el interior del templo un tal Domenico Theotocupuli, un extranjero extravagante y demasiado moderno para el gusto conservador de la época al que llamaban El Greco.

El templo fue reedificado a principios del siglo XIX para albergar a las Cortes Generales que tendrían que bregar con los reales cortes de mangas de Su Liviandad Fernando VII. Sin grecos ni agustinos, el templo se pobló de fogosos discursos y proclamas liberales en un continuo tira y afloja con aquel rey felón, en la más pura acepción del término, que multiplicó sus traiciones, rompió sus juramentos y persiguió con saña a los partidarios de las ideas nuevas.

En 1814, los diputados premiaron con una fervorosa ovación a uno de los suyos que alzó la voz con el grito de "No somos vasallos" como respuesta a una carta del monarca en la que les daba ese tratamiento. Un tiempo después, otro parlamentario sería expulsado del templo de las libertades por haber proclamado que reconocía a Fernando VII como "rey y señor". Las Cortes no se las ponían tan bien a Su Majestad como sus compañeros de billar, que le preparaban las carambolas y con su actitud servil dieron origen a la frase "Así se las ponían a Fernando VII".

Ni vasallos ni señores, los defensores de una constitución pactada y traicionada sólo querían hacer valer el precepto constitucional que les daba potestad para legislar. Los diputados habían colocado en su edificio una lápida en la que se leía: "La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el rey", algo con lo que Su Perversidad no estaba siempre de acuerdo, las ovaciones que sonaban en el Congreso eran bofetadas en sus reales mofletes. Con lo que no contaban aquellos padres de la patria es con que, después de tantos siglos de oscurantismo, iban a ser algunos irredentos miembros del pueblo soberano los que al grito infame de "vivan las cadenas" destruirían físicamente su asamblea, que ya había sido abolida por el rey en una de sus ventoleras. Dando vivas a su dueño y a sus grilletes, la horda arrasó el edificio, derribaron las estatuas y los cuadros, los símbolos y las alegorías e hicieron añicos la lápida que proclamaba sus poderes.

A la puerta del Senado se levanta la estatua de Cánovas del Castillo, erigida por suscripción popular y voluntaria, aclara su leyenda, como prueba del respeto de sus contemporáneos, no de todos, pues, como también aclara su inscripción, el prócer restaurador cayó "víctima del anarquismo", encarnado en este caso por Angiolillo. El alto monumento (16 metros) es obra del mérito del escultor Joaquín Bilbao y del arquitecto Grases Riera. La figura del tribuno remata el conjunto recibiendo el homenaje de dos figuras alegóricas que representan a la Fama y a la Historia.

Fama e historia se daban cita en el interior del imponente edificio del Senado, que alberga una espléndida biblioteca y una magnífica colección de pintura histórica del XIX. De sus misteriosos sótanos parte una galería subterránea que desemboca en la plaza de España.

En el Senado puede visitarse hoy una exposición que resume un siglo de agitada vida política española, de 1898 a 1998, una lección que conviene repasar para no repetir curso. De la relativa tranquilidad de nuestra última restauración democrática dan testimonio las banderas que ondean en el patio del edificio. Una placa recuerda que las banderas autonómicas ondearon por primera vez junto a la bandera española el 6 de diciembre de 1983, en el aniversario de la nueva Constitución.

Recuerdo de peores tiempos es también el cercano palacio de la Inquisición, sede de su Consejo Supremo desde 1780 hasta su feliz disolución en 1820. Al margen de la actividad parlamentaria, la plaza de la Marina Española, así llamada por haber albergado en su día el Ministerio de Marina, vive una existencia plácida de día cuando abren sus peculiares comercios. En los rótulos figuran una arquería, un tablao flamenco, un luthier y una galería de arte que lleva el tranquilizador nombre de El Guardián de lo Pequeño, una profesión sin duda meritoria y necesaria en los años del mega, híper, maxi, plus.

La vida social transcurre en mesones de solera, pequeñas tabernas y restaurantes, alguno también peculiar como el llamado Entre Suspiro y Suspiro, cocina mexicana y creativa, una mezcla tan sugerente como la del agua con el chocolate.

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