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Barreras del sonido

En Madrid tenemos de todo. De casi todo, sin exagerar. Hay algo, empero, que nunca se ha conseguido plenamente, al menos en cuanto alcanza nuestra memoria. Por ejemplo, es una ciudad desabastecida musicalmente, o no bastante dotada. Se han hecho últimamente esfuerzos meritorios, entre los que se encuentra el Auditorio Reina Sofía, contamos con un Teatro de la Ópera -que rara vez ofrece ópera-; el Calderón, entre cuyos cascotes se representa un repertorio con intérpretes de segunda división; el Teatro Real y varias salas que celebran conciertos con un ritmo pocas veces superior al semanal. O sea que somos moderadamente melómanos. Entre mis recuerdos infantiles se cuentan las matinés dominicales en el Monumental Cinema donde nos llevaba nuestro padre siguiendo un orden fraterno cuyo escalafón no recuerdo. De allí cuelga el nombre del maestro Arbós, un señor de barbita, muy competente. Lo que en realidad le gustaba a mi progenitor era el sonido del viento enfilando una chimenea o deshilachándose entre los árboles cuando se descaraba la galerna en su marinero pueblo natal. Es una predilección que heredé, junto al desasosegante Mozart y un extraño gusto por la música sacra, que escucho cuando no quiero pensar en nada. Pasé algunos fines de semana -¡Oh, edad florida!- en las frías habitaciones de la hospedería del Monasterio del Paular, almorzando uno de los más exquisitos corderos en el contiguo Hostal del Marqués, cuyo anfitrión se ha retirado, desgraciadamente. En la sacristía del templo encontré a un hombre, tan ostentosamente vestido de sport que necesariamente debía pertenecer a la comunidad. Tras saludarle, pregunté si tenían "gregoriano duro" heavy, vamos, lo que comprendió en el acto. Aún conservo y escucho las casetes de una Misa de difuntos y otra de San Benito, grabadas por los monjes de la abadía de San Pedro de Solesmes. Cosa fina. Rara vez se escucha música en las iglesias de Madrid, pese a que suelen disfrutar de acústica muy bien acondicionada. Otra carencia. Algún recital en la de Santa Bárbara y poca cosa más, que yo sea, desperdiciándose el desvelo de los arquitectos, la ubicación del coro y la exquisita calidad de los órganos. Como los chicos ya no son monaguillos ni van a la catequesis, no hay escolanías que valgan.

Madrid es la patria de la zarzuela y ese género estupendo habría triunfado si el libreto hubiera sido escrito en italiano. Disponemos de un espléndido coliseo con ese nombre, que ha albergado obras mayores, bastantes piezas específicas y no pocas revistas picantillas, en tiempos tenidos por oprobiosos. Hubo largas temporadas de conciertos sinfónicos, con codiciados abonos, donde una improvisada aristocracia cultivada iba a escuchar, a ver, a ser vista, y alguno que me sé para dormir una buena siestecita. Hay entidades y fundaciones que presentan excelentes recitales, ciclos semanales gratuitos, donde acuden los conocedores veteranos, que saben a la hora exacta en que se abren las puertas y, en un santiamén, copan todos los asientos del reducido anfiteatro. Puede oírse en salas anejas, pero no es lo mismo y esto nos conduce al motivo de la presente croniquilla. Se producen frecuentes quejas entre los aficionados por la existencia -imaginamos que inevitable- de columnas y obstáculos arquitectónicos, que aíslan al audioespectador, lo que trae causa del renovado descontento de muchos musicómanos. Tienen razón, porque también la vista trabaja en estos espectáculos y no sólo la de aquellos puristas enconados que siguen la interpretación con la partitura, imagino que con parecido morboso interés con que algún público taurino espera la cornada. Pilastras, salientes, ornamentaciones son impedimento visual, que invalida algunos espacios en los coliseos teatrales -o cinematográficos-, y en ello van incluidas las audiciones melódicas.

Uno, con el deseo de servir a la colectividad, de forma conveniente y desinteresada, ha creído dar con la solución a este problema. Hay, tiene que haber, un grupo nutrido de invidentes aficionados, los solos para quienes esos estorbos carecen de significado. ¿Por qué, pues, no vender tales localidades a los ciegos, que disfrutarían sin reservas, por supuesto mediante precio reducido?

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