Personalismo
Al hilo del reciente congreso del Partido Popular, todos los portavoces socialistas y gran parte de los observadores independientes hemos coincidido en criticar el ridículo espectáculo cesarista que representaba Aznar. Pero lo curioso es que en cuanto aquel congreso acabó, esos mismos críticos socialistas se apresuraron a montar otro espectáculo paralelo. Me refiero a la campaña que pretendía reclamar el regreso de González, confiando en que si encabezaba la lista electoral europea podría salvarles de su temida debacle electoral. Menos mal que el aludido se negó a entrar en el juego, desactivando un montaje que hubiera sonado demasiado a electoralismo trucado. En cualquier caso, las flagrantes contradicciones del PSOE han quedado una vez más al descubierto. Si por un lado rechazan el cesarismo de Aznar, por otro defienden el de González. Mientras celebran primarias para ostentar su democracia de base, a la vez se lamentan por la orfandad en que les dejó su anterior líder. Rechazan el centrismo electoralista de los populares, pero corren con idéntico electoralismo a reclamar el eterno retorno de González. Y critican el vacío ideológico de aquel personalista congreso mientras tapan con un manoseado apellido su ausencia de proyecto político propio.
¿En qué quedamos? A ver si se aclaran de una vez, pues tanta confusión está llevando a tener que ignorarles. No es mi intención especular sobre cuáles sean las razones últimas de González. Pero sí puede ser interesante advertir que los problemas de credibilidad con que se está encontrando el partido socialista pudieran ser ajenos al recambio de sus líderes, fuesen cuales fueran sus méritos y virtudes. Y es que el crédito del PSOE parece por el momento eclipsado, si es que no arruinado por tiempo indefinido. Como reza el aforismo, la cadena siempre se rompe por su eslabón más débil. Pues bien, la cadena de argumentos socialistas presenta un punto flaco que debilita toda su credibilidad: me refiero al error Guadalajara.
Como casi todos los líderes socialistas fingen sostener el dogma oficial de inocencia herida, negándose a reconocer tanto su evidente responsabilidad como el veredicto del Supremo, muchos de sus electores nos resistimos a creerles, sin poder prestar tampoco demasiado crédito al resto de su argumentación, excesivamente contaminada para resultar creíble. De todos modos, quizá en este solo sentido hubiera podido resultar útil que un González europarlamentario electo se retirase de verdad a Bruselas (¿como posible candidato a la presidencia de la Comisión Europea?), a ver si así se corregía o al menos se olvidaba el lamentable error Guadalajara.
Por lo demás, queda la cuestión del liderazgo. Es verdad que el candidato Borrell no parece dar de momento la talla, pero mucho menos la daba el astuto Aznar, que sigue sin poseer ni una brizna de carisma, y, sin embargo, ha sabido utilizar con viento a favor los resortes del poder para forjarse una imagen de seguro vencedor, que una vez creada se convertirá si el tiempo no lo impide en una profecía que se cumple a sí misma. Sobre todo en España, cuya cultura política es de tipo cesarista. Pero en esto conviene ser precisos, pues el cesarismo no posee legitimidad institucional, como sucede con la monarquía patrimonialista, sino sólo plebiscitaria, dicho sea en terminología weberiana.
Y es que, como señala Bernard Manin (Los principios del gobierno representativo, Alianza, Madrid, 1998), las democracias modernas son en realidad oligarquías o aristocracias plebiscitarias. Sobre todo tras el giro hacia la democracia de audiencia que según él habría sufrido la representación política actualmente basada en la indefinición de las preferencias de los electores que hace de la confianza (o la falta de ella) en el jefe del ejecutivo el principal nudo dramático del liderazgo. Una confianza entre líder y electores que sólo puede adquirirse a través de los mass media. De ahí el inevitable recurso al personalismo y la espectacularidad, que ya son el centro del debate político.
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