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La monarquía y su sombra

Josep Ramoneda

1. Las constituciones políticas adquieren su verdadero carácter en la práctica. Ninguna constitución es inocente. Los legisladores saben de las muchas celadas que contiene una constitución. Pero la verdad de la constitución la escribe su uso cotidiano. Si la libertad es la ley, como pretende Montesquieu, es porque ésta tiene capacidad suficiente para interpretar la complejidad de lo real y adaptarse a sus rugosidades. Sólo la prueba de la experiencia confirma la viabilidad de la norma. Y sólo a través de la experiencia, la Constitución adquiere su verdadero rostro. En veinte años se ha evidenciado que la Constitución llevaba en su seno una monarquía de dos cabezas. 2. La primera y principal decisión de todo proceso constitucional es el régimen político que establece. De ella emana todo lo demás. En España, el problema se resolvió con una monarquía parlamentaria. No hubo el debate que correspondería a una decisión de tal envergadura. Y no lo hubo porque casi inevitablemente hubiera conducido al referéndum, que era algo que no entraba en los cálculos de las relaciones de fuerzas que las partes presentes hicieron. Nadie se atrevió a plantear en serio la alternativa republicana. Las sombras que se cernían sobre la legitimidad de una monarquía restaurada por Franco y la incomodidad de la izquierda, que tuvo que sacrificar uno de sus signos de identidad, la república, hicieron que se pasara de puntillas sobre una cuestión tan determinante. El resultado es que los hechos han dado una forma peculiar al régimen que emana de la Constitución. La monarquía ha generado su sombra. Entre España, el monarca hereditario y el presidente electo se ha construido una especie de triángulo edípico. El presidente salido de las urnas ha visto en la alargada figura del monarca, que, no lo olvidemos, es jefe del Estado y de las Fuerzas Armadas, es decir, depositario de los dos símbolos fuertes del poder político, un rival en el cortejo del objeto del deseo -el poder- al que tenía que hacer frente desde la legitimidad de los votos. Y ha querido ser más monarca que el rey. 3. Desde el primer momento, el eje de lo que debía ser una democracia parlamentaria se desplazó hacia el Ejecutivo para adquirir un carácter cada vez más presidencialista. Lo intentó Adolfo Suárez, aunque en sus tiempos los equilibrios eran tan precarios que el rey todavía resultaba imprescindible. El 23-F devolvió la exclusividad de la escena del poder supremo a Juan Carlos I y su uniforme de capitán general. De ahí que el breve pero sumamente eficaz mandato de Leopoldo Calvo Sotelo pasara inadvertido desde el punto de vista de lo carismático. Pero llegó Felipe González y empezó el proceso de conversión del presidente electo en otro monarca. La intervención de Rumasa fue en este sentido la demostración de poder que abría el camino a la emulación. La aplastante mayoría absoluta, la prueba incontestable sobre cuál de los dos galanes era el más bello. Desde entonces, el régimen ha tenido dos polos, y, con el tiempo, el estilo monárquico se ha impuesto. La figura del presidente electo se ha ido decantando hacia los rasgos de un monarca caprichoso más que de un presidente republicano.

4. El congreso del PP ha sido la culminación de esta doble articulación monárquica del régimen. Fue el congreso de la coronación de José María Aznar. Llevado al poder por elección democrática, Aznar, dando un paso más que Felipe González, construyó un congreso a su imagen y semejanza, preparado con una serie de medidas (quito a uno, pongo a otro, pero nadie se queda en la calle) destinadas a demostrar que nadie puede sentirse seguro porque toda posición depende del capricho del monarca, pero que todos pueden estar tranquilos porque el monarca es dadivoso y siempre encontrará cómo acogerles en su seno. Del resto se encargaba la escenografía: de Aznar debe venir toda la luz, en Aznar debe converger todo. "Basta poner Aznar", dijo el presidente del PP en Asturias al anunciar las reglas de votación de la nueva dirección del partido. La coronación ha llegado sin tener siquiera que esperar a la mayoría absoluta. Porque en nuestro régimen la conquista del poder premia con un plus de carisma añadido, fruto de la tradición caudillista y de la derivación monárquica de las instituciones.

5. El resultado de esta evolución es una creciente desactivación política del país. En una sociedad que durante cuarenta años fue entrenada para la sumisión no se construye una democracia activa en dos días. Ni en veinte años. Y los gobernantes democráticos han ayudado poco. Durante años, el PSOE se meció en las mayorías absolutas, encerrándose en un espacio cada vez más inaccesible que, cuando la oposición estuvo en condiciones de abrir alguna brecha, resultó que desprendía apestosos olores. Mucha gente se acostumbró a despreocuparse de la vida pública porque Felipe González ya velaba por nosotros. Sin tiempo para la política, se pasó a la guerra electoral. Fueron días de tanto ruido que ni siquiera se asumió lo más positivo: que en este país todavía funciona el Estado de derecho, y quien la hace, sea Roldán, Mario Conde o Barrionuevo, la acaba pagando. Con Aznar en el poder alcanzamos definitivamente la anestesia democrática. El objetivo supremo es que la vida pública sea una balsa de aceite en que nada se discuta porque no hay alternativa posible a la política gubernamental, que es lo que quiere decir el eslogan del centro. Hacer política consiste en proponer una serie de opciones a la ciudadanía y asumirlas cuando se tiene el poder. La adaptación camaleónica a los mensajes que vienen de las encuestas de opinión puede ser útil para mantenerse en el poder, pero desdibuja totalmente la vida política de un país. Es el modo más adecuado para vehicular la vieja ideología que dice que no hay que hacer política sino resolver problemas y que esto es tarea de la economía.

6.Jean Claude Casanova, Olivier Mongin y Pierre Nora, directores de tres de las principales revistas francesas de pensamiento, señalaban, en un artículo conjunto, tres patologías de nuestras sociedades: la tiranía de la opinión pública, la diabolización del Estado y el empequeñecimiento de los políticos. Los gobernantes que renuncian a sus iniciativas al mínimo signo de rechazo por parte de la ciudadanía, que practican una zigzagueante política del día a día según la dirección que marcan los sondeos de opinión, son los prin-

cipales valedores de la tiranía de la opinión pública. A ellos es imputable que la ciudadanía les vea cada vez más empequeñecidos, incapaces de tener una opinión y sostenerla. Si además son los maestros cantores de la ineficiencia del Estado, ¿quién va a confiar en el servicio público si los que deberían defenderlo sólo piensan en transferirlo a las empresas privadas? Satanizar el Estado es la coartada ideológica adecuada para mantenerlo siempre bajo amenaza de desmantelamiento.7. La metamorfosis monárquica de la presidencia del gobierno concuerda perfectamente con este paisaje de despolitización y desconfianza hacia la cosa pública. En el Partido Popular, el monarca da cabida a todas las personas pero neutraliza todas las ideas. Silencio, se aplaude. Privatizando enormes parcelas del Estado se consigue crear una corte de beneficiarios protectora del monarca y alimentar la idea de la inutilidad de lo público más allá de garantizar la seguridad y la sumisión. De modo que resulta que en la hora actual, al decir de algunos, la cuestión autonómica es el único verdadero problema político de España. Dejamos así de lado el paro y la seguridad social y las desigualdades y las infraestructuras y tantas otras cosas más, como si éstas no fueran cuestiones políticas sino que dependieran del fatalismo de las leyes económicas. Y el ciudadano puede concluir que, si sólo es política el conflicto vasco, mejor que aparten de mí este cáliz. Tenía que ser una monarquía parlamentaria y va creciendo como una monarquía bicéfala en que el monarca electo es el primer interesado en la desmotivación política. La figura que culmina el proceso tiene un nombre: centro. "Todo lo sólido se desvanece en el aire", decía el clásico.

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