La burbuja
IMANOL ZUBERO El lunes por la mañana volaba de Bilbao a Valencia. Me rodeaban ejecutivos sumergidos en la lectura de prensa económica, informes de ventas, dossieres sobre reingeniería de procesos y benchmarking. Estaba terminando de leer el libro de Viviane Forrester El horror económico, una crítica inmisericorde del fundamentalismo de mercado que amenaza el presente y el futuro de tantos millones de personas en todo el planeta. (Vargas Llosa, nuevo caballero andante defensor del honor del neoliberalismo allá donde sea puesto en duda. se despachó a gusto contra este libro, lo que constituye un indicador de su interés). Mientras servían un café, dos azafatas charlaban sobre una compañera a la que tenían que llamar para ver cómo lo estaba pasando, ya que había perdido el empleo. En las páginas de economía y trabajo, el enviado especial de EL PAÍS a la cumbre de Davos nos informaba de que, en opinión de la mayoría de los expertos reu-nidos en la localidad suiza, la economía mundial depende de la burbuja especulativa de Wall Street. En estos tiempos de economía virtual, especulativa y globalizada, el crecimiento económico se sostiene por el empuje hacia arriba de la bolsa de Wall Street. No pendemos de un hilo, sino de algo mucho más frágil y delicado. El lunes por la tarde, mientras esperaba a embarcar en el aeropuerto de Valencia, compré el libro del multimillonario financiero George Soros titulado La crisis del capitalismo global. Sus tesis, expuestas por vez primera en febrero de 1997 en forma de artículo, fueron también objeto de la crítica de Vargas Llosa. Lo que Soros viene a decir es que un capitalismo global sin algún tipo de control social y político igualmente global es la mayor amenaza para la democracia, la libertad y los derechos humanos. En su opinión, los mercados financieros son intrínsecamente inestables pero el pensamiento económico dominante confía en que, si se permite su libre funcionamiento, siempre acabarán tendiendo a una situación de equilibrio. Esta creencia es falsa. El primitivo laissez faire, la tesis de la mano invisible, las supuestas leyes del mercado o la actual ideología de la competitividad, no son sino intentos de argumentar a favor del funcionamiento sin trabas de la racionalidad económica. El problema de las sociedades capitalistas estriba hoy, como siempre, en la poderosa tendencia del mercado a extender su lógica propia al conjunto de la sociedad, invadiendo otras esferas. Esto lo hace de dos formas: reduciendo toda realidad social a la categoría de "mercancía", e imponiendo como fundamento de la relación entre las personas y los grupos la capacidad de compra (en última instancia, el dinero). Pero este intento resulta perverso, porque existen bienes, realidades, comportamientos y objetivos sociales que no deben ser (al margen de que se pueda hacer) sometidos al cálculo contable. La alternativa no es "mercado sí" o "mercado no", como en tantas ocasiones quieren hacernos creer los ideólogos liberales. Es falso que poner límites al mercado y su lógica sea limitar la libertad y la iniciativa o poner palos en la rueda de la economía. De hecho, existen límites a la racionalidad económica, límites que se derivan del acuerdo político o del consenso cultural o moral. No aceptamos que el cálculo económico contamine las relaciones entre padres e hijos. Y existen muchos más límites; en realidad podríamos decir que el sacrosanto principio del libre mercado es traicionado siempre que su cumplimiento perjudica a los más ricos, y ello tantas veces como haga falta. Una sociedad sana y estable es aquella en la que, porque existen diversas esferas sociales, existen también lógicas diversas para cada una de ellas. Al aterrizar en Sondika, los ejecutivos seguían trabajando. Aferrados al teléfono móvil anunciaban su llegada y concertaban citas. Conectados al ordenador portátil cotejaban datos y tomaban notas. No eran conscientes de que sus vidas se apoyaban sobre la frágil estructura de una burbuja zarandeada por los vientos procedentes de Wall Street.
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