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Francisco de Sales

El otro día nos reunimos, durante un almuerzo, los periodistas de Madrid, con motivo de festejar a nuestro patrón, San Francisco de Sales, acto anual que organiza la Asociación de la Prensa con el pretexto laico de entregar unos premios honoríficos y una escultura de Torres Guardia, muy codiciados por el personal. Recayeron en Guillermo Luca de Tena, Francisco Umbral y Luis del Olmo, amén de una placa de honor para el Colegio de Médios de la capital, que ha cumplido el siglo y hacia cuyos miembros sentimos hondo reconocimiento. La Asociación de la Prensa es una curiosa organización de asistencia sanitaria que ha sabido resistir, en toda circunstancia, la tentación de ser cosa distinta, aunque en más de una ocasión corrió grave peligro de secularizarse o irse al garete por problemas económicos, felizmente resueltos. Hasta aquí, la gacetilla informativa. Luego, la crónica, la impresión personal de un amable cónclave que juntó unas doscientas personas en un comedor asambleario. Se observa una satisfactoria puntualidad y no a causa de la mayoritaria alta edad y poca tarea de buena parte de los comensales, presuntos jubilados, sino -de esa forma lo siento- por el deseo platónico de saber unos de otros un año más y el ferviente y secreto propósito de celebrar la próxima cita. Nada que ver con la sórdida estampa de aquellos banquetes del pasado, donde el periodista saciaba un ayuno endémico; la A. de la P., a través de su junta directiva, se complacía en invitarnos personalmente, con el fausto motivo, previo abono de 3.000 pesetas por cabeza, lo que, por fortuna, parece encontrarse al alcance de la clase plumífera.

Sería impensable celebración semejante sin la asistencia, el brillo y el decoro que dan cuatro o cinco autoridades, que allí estaban, sonrientes y campechanos, esperando el siempre cuestionable menú, estrechando las manos que empuñan la pluma, como farolas con luz propia y transitoria hacia la que convergíamos impulsados por el atávico instinto de rozar el poder, sin conseguir vulnerar el sólido asedio de los mejor dotados y más habilidosos.

Alegría, en la mayoría de los casos, al encontrar al viejo colega que un día fue amigo, quizás adversario, casi siempre competidor. En los labios retoza la animosa falacia: "¡Qué bien te encuentro, no pasan por ti los lustros!", a la espera de escuchar otro tanto. Hubo un largo y previo aperitivo que sirvió para barajarnos, con una copa en la mano, inquiriendo novedades, repartiendo parabienes y, cómo no, intercambiando singulares experiencias quirúrgicas. No faltaba la nota de un reciente desaparecido, ignorada en el ámbito, cada vez más estrecho, que nos toca, en la impávida metrópoli. Se echaba en falta a la gente joven, justificadamente desinteresada por estas caducas convenciones.

Mujeres periodistas -no muchas, de aquellas hornadas-, mujeres de periodistas, abnegadas copartícipes de unas existencias a menudo estrafalarias. El antiguo oficio, contiguo a la picaresca bohemia, se ha hecho burgués, por una parte; por otra, los mozos se van a la batalla como guerrilleros de la noticia, el dedo sobre el ordenador portátil, engatillada la cámara, sin salvoconducto ni cuartel. Un calvo, ventripotente y avejentado, nos estrecha con fuerza entre los brazos y aunque no llega a la memoria su nombre devolvemos el amistoso gesto. Hay quien no descubre algo de nosotros mismos, que habíamos olvidado y quizás concierne a otra persona.

Los discursos, decorosamente breves, fueron escuchados con cortesía, poco frecuente en otras épocas. La comida, mal, gracias, pero allí no se iba a llenar la andorga. Junto a muchos cubiertos se alineaban pequeñas baterías de píldoras multicolores.

No se produjo el menor exceso y nadie reclamó más licores. Fiesta de San Francisco de Sales, un obispo suizo a quien el papa Aquiles Ratti designó patrono nuestro en el primer tercio de este siglo. Concluyó el acto tan bien como había comenzado. Satisfecho, imbuido de una extrema placidez, bajé por la calle, recibiendo en los ojos el resplandor del friolero y declinante sol de invierno. Un colegio cercano anega la acera de adolescentes uniformadas que se mezclaron, un momento, con el veterano tropel... Dije para mis adentros: "¡Coño, no parecíamos periodistas!".

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