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Tribuna
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Un amante de lo estrafalario

Durante los veranos era siempre igual. A las 12.00 en punto cogía mi coche y me acercaba hasta la antigua finca La Romana, en la localidad de A Ramallosa, a poco más de 15 kilómetros de Vigo. Allí nos recogía Gonzalo Torrente Ballester y nos trasladábamos a una cafetería de Bayona, frente al mar, a pasar un par de horas de tertulia. El amigo Juan Cruz y otros escritores y periodistas convirtieron aquellas horas de descanso del novelista en una especie de leyenda que anduvo rodando, engordada poco a poco como bola de nieve, con detalles apócrifos de procedencia anónima, por reuniones y cenáculos. Alguien llegó a decir que Torrente llegaba a Bayona, no en coche, sino como paquete de motorista, a bordo de una Harley-Davidson.La imagen de un académico venerable, escandalosamente cegato y con un bastón en la mano, circulando de manera tan poco convencional en el asiento trasero de una moto de gran cilindrada, resultó creíble para muchos, que la dieron por cierta. La verdad es que hubiera sido posible. Torrente fue todo menos un hombre solemne o envarado y cultivó la sencillez hasta la mismísima frontera que separa el ridículo de la sabiduría. En una ocasión, por ejemplo, concedió una entrevista a una cadena de televisión mientras comía una magdalena con tal fruición que aprovechaba una a una, con habilidad de pajarito, las migajas que habían caído sobre la alcachofa del micrófono.

Sin embargo, no era exactamente esa la imagen que daba a quienes se acercaban a saludarlo, impulsados por el fervor de una admiración desinteresada. Ocurría con frecuencia en la tertulia de Bayona. Muchos de los lectores y lectoras que subían hasta el entresuelo de la cafetería a la que sabían que acudía Torrente todas las mañanas, después de confesarle al escritor su devoción de una forma afectuosa, a veces desbordada, se quedaban cortados ante la reacción del ídolo: distante, poco expresivo, firmando el ejemplar que le tendían como quien cumple con desgana un gesto estúpido. Estoy seguro de que muchos de ellos, sin duda para preservar la idea romántica que se habían hecho del novelista, atribuían a la timidez aquel comportamiento inesperado.

No era timidez, sin embargo, sino contención elegante, racional y frío. Cualquier lector medianamente perspicaz sabe que ése es uno de los ingredientes de la narrativa de Gonzalo Torrente Ballester, construida siempre con el rigor de una sólida arquitectura. Esa vena le venía del Ferrol, su tierra natal, que el escritor consideraba una ciudad ilustrada, tirada a línea, perfectamente geométrica. Entre los mitos que más le gustaba cultivar referentes a su patria de origen estaba éste de una urbe, la suya, plagada de buenos matemáticos, y de gentes enfrascadas en la solución de enigmas numéricos y formales. Yo le oí contar varias veces la historia de un tendero de su pueblo que llegaron a odiarse a muerte y retirarse la palabra por cuestiones relacionadas con un teorema.

Ése era el gusto por lo estrafalario, que le venía de su vena gallega. De ahí procedía la imaginación en su obra, tan poderoso que Torrente llegó a inventar dos ciudades prodigiosas: Villa Santa de la Estrella, que se parece mucho a Santiago de Compostela, y Castroforte del Varalla, casi idéntica a Pontevedra. Él solía decir que no inventaba casi nada, que copiaba simplemente una realidad en sí misma fantástica. Muchas veces hablaban J. B. y su idioma, que confesaba haber sacado del "trampitán", la lengua creada en Orense en el siglo pasado por don Juan de la Coba y Gómez, un personaje histórico que lo fascinaba, sobre todo por el invento del "pirandárgallo", un artilugio parecido a un globo que se sustentaba en el aire y permitía viajar, ir de Orense a la China aprovechando el movimiento de rotación de la Tierra. José Ángel Valente también le dedicó un poema.

Ese mundo de locos y alucinados era uno de los temas favoritos en la tertulia de Torrente. Le gustaban los tipos arbitrarios, a él que era tan pulcramente racionalista, contenido y nada desmesurado. De aquella parte, o de sus aledaños, le vino seguramente el impulso que le llevó a admirar tanto a Fidel Castro, con quien en una ocasión departió durante horas, hasta muy entrada la madrugada, en una casa de protocolo de La Habana, sobre teología, agujeros negros, viajes espaciales y literatura fantástica. Locuras. De la otra parte, del ferrolano culto, hijo de la Ilustración y apasionado de las tácticas navales, debían venirle las simpatías social-demócratas, a pesar de que la política le aburría bastante. Después de todo, si para su corazón se reservaba la locura, en cuya selva le gustaba arriesgarse y perderse, para los demás, es decir, para aquellos a quienes estimaba, prefería la seguridad racional de las certidumbres domésticas. Fuera de la literatura, en la historia, pensaba él que las locuras suelen acabar en catástrofes.

Carlos Casares es escritor y amigo de Gonzalo Torrente Ballester.

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