_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Ficciones

Enrique Gil Calvo

Tras un chapucero reajuste ministerial que ha demostrado la servil sumisión de Gobierno y Senado a los intereses del partido en el poder, el doble presidente Aznar se dispone a escenificar el ya redundante pseudocongreso que habrá de refrendarle como su victorioso líder máximo. Por eso hay quien habla ya de caudillismo posfranquista, aunque, en honor a la verdad, si tenemos en cuenta que la historia sólo se repite como parodia, sería mejor llamarlo, en clave de humor, el régimen del caudillín. Y es que en esta lamentable historia todo parece política-ficción. Todo (el reajuste, el congreso, el centrismo, el caudillaje, etcétera), excepto una cosa, cuya opaca realidad escapa a cualquier control. Me refiero a la espuria patrimonialización del poder público por esa casta oligárquica de consocios privados y privatizados que tiene por patrón o padrino al señor Aznar. Tanto es así que cabe sospechar la existencia de un montaje, destinado a tapar ese clientelismo a gran escala bajo el manto distractivo de una burda pantalla de camuflaje, como es el invento éste del contradictorio caudillismo centrista.Aunque hay algún autor creyente en el centrismo, casi todos pensamos que sólo se trata de una táctica electoral que busca tentar a las franjas más despolitizadas de votantes indecisos. Es verdad que la estratificación posindustrial es plural y compleja, apareciendo las llamadas nuevas clases medias, que constituirían la reserva interclasista del voto centrista. Pero eso no quiere decir que la estructura social se haya hecho circular o equilibrada, como si presentase un centro equidistante de propietarios y asalariados. Antes al contrario, la pirámide social sigue jerarquizada en función de los ingresos, aunque la distribución de la renta entre ambos extremos pueda tener forma de valle (que tiende a la bipolarización) o de campana (que favorece el interclasismo). Por eso, cuando aumenta el peso de los estratos medios, entonces los dos partidos de centro-derecha y centro-izquierda deben parecer moderados o centristas si aspiran a gobernar por mayoría.

Pero, pese a ello, en las democracias desarrolladas el voto se sigue distribuyendo de forma bipartidista. Y esto es así porque la política no se deja reducir a economicismo. Desde su origen parlamentario, el juego político se debate como pugna entre el poder y la oposición, lo que da lugar al turno alternante de partidos. Y este formalismo dualista induce la propensión al bipartidismo, que se sobrepone a la plural distribución en clases sociales. De ahí el eterno retorno de la vieja división entre derecha e izquierda por muchas terceras vías que se inventen los centristas de cámara y los ideólogos de salón.

En cuanto al caudillaje, también parece una ficción, destinada a prevenir antes que curar las posibles fracturas del partido. Nuestro sistema político es una partitocracia presidencialista, en la que, una vez investido por el Congreso, resulta casi imposible desalojar del poder al jefe del Gobierno. Y, como la ocupación de La Moncloa está casi garantizada por el conformismo de los electores (debido a que nuestra cultura democrática es del tipo delegativo que define O'Donnell), el único riesgo real de perder el poder procede de las divisiones internas en el partido gobernante. Esto fue lo que arruinó a Suárez, e indirectamente a González (a pesar de que éste trató de impedirlo tolerando el clientelismo guerrista, lo que habría de suscitar la populista campaña de prensa sin la que no se le pudo echar). Pues bien, Aznar aprendió la lección escarmentando en cabeza ajena. Y hoy dirige su partido con mano de hierro y guante de risa, esperando evitar así el fraccionalismo.

Por eso, como observa Javier Pradera, Aznar ha hecho lo contrario que González. Si éste le cedió a Guerra el partido para quedarse con el Gobierno, aquél ha quitado a Cascos el control de Génova para neutralizarlo en La Moncloa. Pero ¿cuánto tiempo resistirá el vicepresidente en su forzado ostracismo, reprimiendo su evidente capacidad de liderar el descontento de la fracción fraguista, mientras los consocios de Aznar campan por el sector público privatizado a su libre albedrío?

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_