175 años, ¿de qué policía?
Decir que cuando las instituciones públicas acuerdan conmemorar efemérides históricas lo hacen siempre con una intencionalidad política de presente, resulta ya una obviedad. El mensaje presentista puede ser más subliminal o más explícito, pero emana siempre de esa clase de fastos oficiales, ya sean el bicentenario de Carlos III, el milenario de Cataluña, el quinto centenario del Descubrimiento, el centenario de la crisis de 1898 o los 500 años de la ciudad de Melilla, por citar sólo algunos ejemplos.La sorpresa del pasado 11 de enero no fue, pues, que el Gobierno español decidiese celebrar con la mayor solemnidad un aniversario más o menos redondo del Cuerpo Nacional de Policía. Ni tampoco que siendo éste, en rigor, de creación muy reciente, hubiera que forzar un poco la historia para darle una genealogía más antigua y frondosa. No, la sorpresa -la mía, por lo menos- fue descubrir qué precedente y qué fecha se habían escogido como hitos fundacionales de quienes velan hoy por nuestra seguridad y por nuestra libertad: la fecha de enero de 1824 y la creación, reinante Fernando VII, de la Superintendencia General de Policía del Reino.
Resumamos: en aquellos días, recién derribado el régimen constitucional del Trienio por la intervención militar extranjera y la rebelión armada interna, el país empezaba a conocer, con el retorno del absolutismo, los efectos de una contrarrevolución feroz. "La realidad en España -escribe el profesor Alberto Gil Novales, especialista de esa época- es un régimen de terror". Un terror que arrojaba a las cárceles a miles de liberales y, en ocasiones, soliviantaba a las turbas absolutistas a asaltarlas y linchar a los cautivos. Un terror que, el 7 de noviembre de 1823, había llevado al cadalso en condiciones especialmente humillantes al general Rafael del Riego, y que mantuvo enjaulado durante dos años, antes de darle muerte, al ex guerrillero y héroe nacional Juan Martín Díaz, el Empecinado. Un terror que, anticipándose en más de un siglo a las prácticas del franquismo victorioso, obligaba a todos los empleados públicos, estudiantes, pensionistas y otros colectivos a "purificarse", es decir, a demostrar que durante el precedente trienio de 1820 a 1823 habían sido desleales u hostiles al poder liberal. "En España -concluye el historiador antes citado- simplemente no se podía vivir". Sin duda por eso decenas de miles de españoles buscaban la salvación en el exilio, configurando así la segunda emigración política masiva en apenas un cuarto de siglo.
Para alimentar esta represión proliferaron los organismos oficiales y oficiosos: "Comisiones militares ejecutivas y permanentes" capaces de sentenciar a la pena capital a 112 personas en el breve plazo de 20 días, bandas callejeras de absolutistas que imponían su ley a garrotazos e incluso algún grupo ultra que, bajo el sugestivo nombre de "El Ángel Exterminador", pretendía dar cuenta de aquellos liberales que hubieran escapado a la persecución legal. Es cierto que, contra el deseo de sus más fervientes partidarios, Fernando VII no se decidió a restaurar el Tribunal del Santo Oficio, la Inquisición. Se trataba, sin embargo, de una medida puramente cosmética, tomada a la intención de los gobiernos y las opiniones públicas europeos. De hecho, las funciones inquisitoriales fueron asumidas por unas llamadas "Juntas de Fe" o "Tribunales de la Fe" de ámbito diocesano. Al que funcionaba en Valencia le cupo el triste honor de ordenar la ejecución, ya en julio de 1826, del maestro de Russafa, Cayetano Ripoll, por "hereje pertinaz y acabado"; sería el último español reo de muerte por razones de simple heterodoxia religiosa.
El espíritu de la vieja Inquisición, la intolerancia, la fobia contra todo cuanto oliera a libertad, progreso e ilustración, se instalaron en el mismo gobierno de la Monarquía, sobre todo a través del que se formó justamente en enero de 1824. Lo presidía el conde de Ofalia y tenía como ministro de Gracia y Justicia a Francisco Tadeo Calomarde, quien hizo de la delación un instrumento político y convirtió su apellido en sinónimo de arbitrariedad y de saña represora. Pues bien, éstos fueron los hombres, y ése el contexto en el cual, hace ahora 175 años, establecieron la nueva Policía del Reino. ¿Para perseguir con más eficacia la delincuencia común? Nada de eso. "La policía -recurro de nuevo a la autoridad del profesor Gil Novales- fue reorganizada para que sirviese mejor a la obra de cazar liberales". Policía política, pues, creada por y para la defensa de lo que don Marcelino Menéndez y Pelayo -nada menos- calificó como "un absolutismo feroz, degradante, personal y sombrío".
Una vez hecha esta somera evocación histórica, hay algunas preguntas que parecen obligadas. ¿Cree el gabinete de José María Aznar y de Jaime Mayor Oreja que la siniestra policía fernandina, perseguidora de disidentes, es un precedente digno de ser recordado por la actual policía democrática española, defensora del pluralismo y guardiana de los derechos humanos? Si la ceremonia del día 11 en Canillas tenía como objetivo básico apoyar el proyecto Policía 2000, ¿era preciso asociar este diseño de futuro con los días más negros de la Ominosa Década, con los decretos de un rey felón y los acuerdos de un gobierno despótico y sanguinario? ¿Debemos, en virtud de esta misma lógica, esperar para fechas próximas alguna fiesta de aniversario de la Brigada Político-Social franquista? ¿Cuál era el mensaje político que quería transmitir el presidente Aznar, al realzar con su presencia una efeméride hasta ahora olvidada? Ya comprendo que, por culpa de una historia política muy poco feliz, no resulta nada fácil dotar a los actuales cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado de antecedentes intachables; pero, puestos a escoger, tal vez hubiera sido preferible remontarse a la Santa Hermandad de los Reyes Católicos, allá por 1476...
Me confieso incapaz de dilucidar si lo ocurrido es una pequeña torpeza o una pequeña provocación. En todo caso, parece claro que el giro al centro y la corrección política no han alcanzado aún al gabinete de asesoramiento histórico de La Moncloa. O tal vez es que, a pesar de las lamentaciones de la ministra Aguirre, en palacio se confía demasiado en la ignorancia de los españoles respecto de su propio pasado.
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