El doble giro al centro
Cuando los españoles negaron la mayoría absoluta al PP en las elecciones del 96, inseguros de su verdadero posicionamiento político y temerosos de una excesiva derechización, se hizo evidente que éste debía pasar por una fuerte remodelación interna si deseaba mejorar sus expectativas de futuro. Por tozudez decidieron que eso no era así, y el PP mantuvo durante 1997 y hasta la primavera del 98 la idea de que podía mejorar esas expectativas simplemente arrinconando a la oposición, un error moral, por supuesto, pero también político. El resultado fue que la lluvia fina, que debía calar en el electorado, resbalaba, y que éste, a la menor ocasión (como las primarias del PSOE), le daba la espalda para regresar a sus orígenes según la máxima de que más vale malo conocido...Y así, al igual que los resultados del 96 obligaron al PP a moderar su españolismo para poder gobernar con el apoyo del nacionalismo catalán, girando al centro del espectro nacionalista, los resultados del 97 le obligaron a moderar su derechismo para girar al centro político. Ambas fueron, qué duda cabe, opciones estratégicas. Pero se engaña quien piense que, por ello, son menos ciertas, pues estas definiciones funcionan como profecías que se autocumplen: una vez que el jefe, de quien dependen todas las carreras políticas, decide que hay que girar al centro, y lo muestra no con palabras sino con actos (cese de Miguel Ángel Rodríguez; ostracismo de Álvarez Cascos), se inicia la cabalgada de los búfalos camino del futuro. De modo que el camino iniciado tiene difícil marcha atrás. Es más, la espiral de autoafirmación se retroalimenta, de modo que lo difícil es parar la dinámica una vez iniciada.
El PP tiene poco que perder y mucho que ganar con esta opción. Pues, de una parte, la mayoría del electorado sigue ubicado en el centro izquierda (si bien virando al centro-centro lentamente). Y de otra, así como el PSOE debe cuidar su flanco izquierdo, nada hay a la derecha del PP sino populismos (a lo Gil).
Este doble giro al centro del PP, facilitado además por la renovación generacional del partido (¿para cuándo la del PSOE?), se ha demostrado ya que tiene rendimientos electorales, no sólo en sus expectativas nacionales sino también en las autonómicas. Y es obligado si desea obtener rendimientos políticos de su excelente gestión económica.
Pues si algo ha singularizado su trayectoria de gobierno hasta ahora es esa falta de rentabilización política de la inmejorable marcha de la economía (inflación del 1,4%, la mejor en 36 años; crecimiento superior al 3%; descenso continuado del desempleo), probando una vez más que el bienestar no se traduce automáticamente en votos, pues la política tiene su propia lógica, y que lo que en alguna ocasión llamé marxismo burgués está tan equivocado como el no burgués.
Todo ello viene a cuento del inminente XIII Congreso del PP, a celebrar los días 29, 30 y 31 de este mes y que ya se preparara con una más que posible remodelación del Gabinete, e incluso quizás con la sustitución del secretario general del partido. En él, el PP debe exhibir (léase, dramatizar, emblematizar) ante la opinión pública, extramuros, ese giro al centro, preparando las elecciones del 2000, en las que podría fácilmente obtener la mayoría absoluta que se le negó en 1996 y, desde luego, el PSOE, que sigue empeñado en hacer que Borrell pierda, no va a ser enemigo. Pero para que esto llegue verdaderamente a ocurrir tiene que pasar la travesía del desierto vasco y catalán. Tiene que hacer frente políticamente al problema del nacionalismo soberanista o, por hablar con mayor claridad, al doble (y aliado) separatismo vasco y catalán. Pues éste es, sin duda, no sólo el problema político actual de mayor envergadura, sino el mayor problema político al que se ha enfrentado la democracia española en sus 25 años de existencia.
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