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La política que vieneJOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

El lenguaje político sigue repitiendo conceptos y categorías de la tradición moderna, y sin embargo, la política ha cambiado sustancialmente. Ha cambiado el Estado y ha cambiado la ciudadanía. El Estado no sólo está renunciando peligrosamente al monopolio de la violencia y al de la benevolencia (en feliz expresión de Xavier Rubert), obviando que este último ha sido su mayor fuente de legitimidad en la última mitad del siglo, sino que incluso está perdiendo la condición de liderazgo social que ha ejercido primero por delegación divina y después, durante la modernidad ilustrada, por asunción. La figura del ciudadano como expresión afirmativa de un sujeto dispuesto a implicarse en lo público como espacio de lo universal, lugar de realización del interés general, está siendo reemplazada por una subjetividad identitaria en que cada individuo se constituye a partir de una suma de adherencias y pertenencias que permiten legitimar intereses que son estrictamente particulares. Esta mutación del ciudadano en sujeto identitario (que Marcel Gauchet ha descrito detalladamente en La religion dans la démocratie) vendría de la mano de un periodo de auge de las ideologías más convencionalmente portadoras de identidad: los nacionalismos y las religiones. Pura apariencia. En realidad, salen del empeño tanto o más debilitadas que el Estado. La fuerza de ambas estaba en su capacidad estructuradora de lo social. El Estado encontró en la nación el factor de sustitución que le permitió desalojar a la Iglesia del poder civil. En el momento en que Estado y nación van camino de la segunda revolución laica, los nacionalismos, como las religiones, pierden su singularidad (y por tanto su universalidad potencial) para pasar a ser uno más en el marco de los diferentes factores culturales en los que picotea el individuo para construir su identidad. Ni los nacionalismos ni las iglesias tienen ya el monopolio de la verdad o de lo simbólico. Y si se empeñan en ejercerlo, se deslizan inmediatamente hacia la mentalidad sectaria, que no hace sino empequeñecerles. Nacionalismos y religiones son formas culturales junto a otras formas culturales de diversa importancia y dimensión que configuran una sociedad pluralista. En esta sociedad de referencias identitarias múltiples, adquieren relevancia los individuos que tienden a rehuir las correcciones de grupo, a practicar cierta infidelidad, a construir su propia identidad más que a dejársela imponer o a aceptarla como inevitable. Estos agentes transversales son en cierto modo herederos de la ciudadanía afirmativa ilustrada que agitan como electrones móviles el espacio social, evitando al mismo tiempo una excesiva fragmentación de la sociedad. Durante los 20 años de democracia, en Cataluña la política se ha hecho a través del liderazgo institucional y con la creencia en lo nacional como ámbito de referencia universal de la sociedad. Pero en la sociedad del pluralismo, en la que no hay una verdad dominante que generosamente practique la tolerancia sino muchas opciones culturales en legítima concurrencia, el marco común es fundamentalmente una suma de reglas de procedimiento. Y el vínculo de representación no se establece tanto por la vía doctrinal como por la vía de la eficiencia y el respeto. El primer líder político que se dé cuenta de ello tendrá mucho terreno ganado. Y entonces la política catalana vivirá un cambio de fondo, no sólo una alternancia en las apariencias. El encorsetamiento en un marco doctrinal como el nacionalista es lo que hace que la propuesta pujolista suene a antiguo e incita a los sectores más abiertos de su propio partido a desbordarla con propuestas de modernización institucional, de lo contrario la deriva sectaria es inevitable. Cuando Pasqual Maragall habla de ir más allá del marco del PSC, no está sólo atendiendo a una exigencia numérica (para ganar hay que pillar votantes en todas partes), sino que está constatando esta misma impresión: en la sociedad plural no hay marcas, por prestigiosas que sean, que basten para abarcar una mayoría suficiente. El propio Marcel Gauchet advierte de los peligros que puede tener para la democracia una situación en que la elección de los actores se sitúa por encima de la discusión de los problemas de gobierno. La forma caricaturesca de esta situación es el caso Clinton, en el que una cuestión de idoneidad personal menor domina la escena por encima de cuestiones de Estado mucho más importantes. La misma judicialización creciente de la política tiene mucho que ver con esta modificación en la relación representativa, más exigente con la persona que gobierna que con la política que hace. Pero en la capacidad de hablar a todos y no a unos pocos está el éxito de una política que pensando en categorías convencionales podríamos decir que se acerca al grado cero de la política. De ahí el miedo a hablar que los políticos tienen a menudo. Lo cómodo es mostrarse, hacerse ver. Cada vez que se habla se corre un riesgo. Y sin embargo, la izquierda, si piensa que en esta sociedad plural, no de antagonismo simple, tiene algo que decir para hacer efectiva la ilusión del poeta (Raymond Queneau: "El objetivo de toda transformación social es la felicidad de los individuos y no la realización de leyes económicas ineluctables"), debe perder el miedo a proponer. Pegarse a un adversario que se mueve en zigzag permanente impide diferenciar una política. Y sobre todo transmitir una sensibilidad diferente, que es algo que será determinante en las próximas elecciones catalanas. La izquierda debe querer entender el sentido de lo ocurrido hasta hoy: nunca se ha escuchado tanto a la opinión pública (encuestas y consultas), nunca la opinión pública ha conocido tanto la vida y milagros de sus gobernantes, y sin embargo, la ciudadanía se siente escasamente atendida, la distancia entre gobernantes y gobernados crece. Hasta el punto de que, estimulada por la ideología del mercado autorregulador, la ciudadanía empieza a pensar en poder prescindir de ellos. En realidad, lo que se reclama es una política no sólo más eficaz, sino también más amable. El ciudadano no quiere sentirse siempre acusado de estar en falta por no ser suficientemente patriota, por no estar en permanente estado de indignación contra Madrid. El patriotismo es una de tantas opciones personales en la sociedad plural. El doctrinarismo, el secretismo, la concepción patrimonial del poder son, en las actuales circunstancias, los tres factores que más alejan a la política de la opinión. Las tramas clientelares pueden servir para conservar el poder, pero no para devolver a la política la legitimidad necesaria para imponer el interés general allí donde la autorregulación de la mítica sociedad civil se estrella.

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