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Reportaje:

Un valle idílico con pasado minero

Si hay un lugar donde el tipismo se hace realidad, no es otro que el valle vizcaíno de Atxondo, auténtica isla rural en el Duranguesado. Todo en él parece diseñado para el tópico de calendario, como si fuera uno de los escasos espacios del territorio vizcaíno a los que no han llegado no sólo la expansión industrial, sino tampoco las grandes infraestructuras viarias. Así, en Atxondo, a la sombra del macizo del Anboto, los verdes prados se ven salpicados de los caseríos de Axpe-Marzana o Arrazola, auténticas muestras de esta clásica construcción unifamiliar. Y los núcleos de estos dos antiguos ayuntamientos unidos ahora, junto con el de Apatamonasterio, en el del valle de Atxondo, mantienen la clásica estructura de iglesia, frontón y taberna, dando la apariencia de que el tiempo no ha pasado por estas plazas. Pero ese tiempo que se llama los nuevos tiempos llegó a Atxondo antes que a muchos otros pueblos del Duranguesado. Y también fueron sus vecinos de los primeros en el descubrimiento de nuevas formas de transporte que acortaban el tiempo de viaje entre dos puntos. Es decir, que Atxondo era a principios de este siglo más moderno y cosmopolita que su vecino Elorrio. Así que esa imagen entre bucólica y ajena que ofrece hoy el corazón del Anboto no responde totalmente a una esencia inmutable: en muchos de sus rincones, ha sido el paso del tiempo el que ha reconvertido lugares donde se encontraban barracones de mineros, hornos de calcinación y vías de ferrocarril en lo que habían sido antes de que a finales del XIX se volviera a poner en marcha una mina de hierro ya explotada entre 1739 y 1751. Escuchar el silencio La publicidad de un establecimiento de Atxondo habla del valle como de un lugar donde "se escucha el silencio". Pero en 1904, cuando la existencia de la mina impulsó la línea ferroviaria Apatamonasterio-Arrazola (un año más tarde llegaría al señorial Elorrio), el fragor de los vagones y el ambiente que debían dar al valle los cientos de mineros asturianos llegados expresamente para trabajar en la explotación distaban mucho de mantener el actual silencio tan publicitado. Aún se recuerdan -sin duda, exageradas por la imaginación- las riñas nocturnas de los días de paga, en las que el vino, la soledad y la tensión de un trabajo embrutecedor sacaban a la luz los impulsos violentos (y en algún caso los cuchillos) de aquella comunidad de hombres jóvenes y solteros. Hoy resulta difícil imaginar estas escenas en el bosque de pinos que ha crecido sobre el poblado. Y sobre todo, después de que el recorrido que hacía el ferrocarril se haya convertido en uno de los paseos más frecuentados de los que permite el valle. Entre una hora y una hora y media tarda el excursionista en hacer este itinerario que termina en Errotabarri, donde se encuentran las ruinas del poblado minero y de la antigua estación de ferrocarril. Antes, habrá podido disfrutar de algunos de los encantos de Atxondo: sus cuidados caseríos (como Ollargane, que data del año 1519, lo que la convierte en la casa popular más antigua de Vizcaya), los últimos restos de vegetación autóctona del valle o la cueva de la Dama de Anboto y el ojo de Bentaneta, en la cara este de esta mítica peña. Según los habitantes del valle, en algunos atardeceres después de la puesta de sol tras el macizo, sus rayos atraviesan el ojo, iluminando Atxondo de nuevo. Cuando se habla del Anboto como de un monte mítico no es en balde. El Anboto, como el Gorbea, el Aitzgorri o el Txindoki son cumbres en los que desde siempre habitó Mari, la diosa por excelencia de la mitología vasca, que se trasladaba de una a otra cima según la época del año. Sin embargo, ha sido la cumbre de Atxondo la que le ha dado su apelativo más conocido, el de "la dama de Anboto". Leyendas Así que en ese ambiente no es de extrañar que se conserven leyendas como la de aquellas jóvenes de Axpe que, después de pasar el día en la costura, cuando regresaban a sus casas, oyeron un relincho. Ellas contestaron con un irrintzi semejante. Volvieron a escuchar un relincho como el primero, al que volvieron a responder. Cuando esto ocurrió por tercera vez, miraron hacia atrás y vieron que les perseguía un sujeto que despedía fuego. Era, sin duda, el genio de la noche. Las muchachas, aterradas, entraron precipitadamente en un caserío y cerraron la puerta, un instante antes de que se oyera sobre ésta un fuerte manotazo. Cuando se atrevieron a volver a abrir la puerta, comprobaron con espanto cómo habían quedado marcadas sobre la madera las huellas de los cinco dedos del genio. Atxondo era un buen lugar para la proliferación de estas leyendas, ya que contaba con la protección que ofrecía la dama de Anboto desde su cueva. Hasta allí acudían los vecinos del valle para solicitarle consejo. Quien quería entrar en su morada debía seguir determinadas normas para no enojarla: tutearla, salir de la cueva del mismo modo en que se entró, es decir, de espaldas, y no sentarse nunca en la caverna ni apoderarse de nada de su interior. Una mujer que robó un peine de oro de la cueva de Mari encontró después su heredad cubierta de piedras. Entre leyendas (muchas de ellas fruto de la imaginación de románticos escritores costumbristas del siglo pasado) y hechos bien ciertos, como la mina de Arrazola, el valle de Atxondo ha ido configurando un presente peculiar que goza de los beneficios de encontrarse al pie del parque natural de Urkiola. Axpe-Marzana y Arrazola se han beneficiado de este modo de los nuevos gustos por el turismo rural y la creciente afición al excursionismo. La subida al Anboto o al collado de Larrano son dos de los paseos habituales, sin olvidar el que llega hasta Besaide, lugar significado para los aficionados a la montaña del País Vasco: no en vano, en 1955 se erigió un monumento diseñado por el arquitecto Luis Pueyo en recuerdo a los montañeros desaparecidos. Cerca, y proyectado por el japonés Yoshin Ogata en 1991, se levantó otro monumento, que simboliza el ciclo del agua y la vida, allí donde confluyen las fronteras de los tres territorios de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya.

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