Elecciones de segundo ordenJOSEP RAMONEDA
¿Por qué el diferencial abstencionista es mayor en Cataluña que en cualquier otra comunidad autónoma? ¿Por qué después de tanto reclamar autogobierno, de tanto insistir en los hechos diferenciales, en las elecciones autonómicas catalanas van, proporcionalmente, menos ciudadanos a votar que en las de Andalucía, Extremadura o Castilla y León? Joan Font, Jesús Contreras y Guillem Rico se han planteado estas y otras cuestiones en un estudio encargado por la Fundación Bofill sobre la abstención en las elecciones al Parlament de Catalunya. Sus conclusiones son, a mi juicio, una verdadera interpelación a la política catalana que no debería pasar desapercibida porque efectivamente no deja de ser una ironía que, con tanto énfasis en la reclamación y en la defensa de las instituciones propias, con tanta sobrecarga de ideologismo nacionalista, a la hora de la verdad, en torno al 40% de los ciudadanos con mayoría de edad política no vayan siquiera a votar. Una ironía o quizá una consecuencia lógica -en cierto modo buscada- del nacionalismo lingüístico que nos gobierna. Un 40% del electorado es un mundo. El bloque de los abstencionistas no puede ser homogéneo. Se extiende por todo el territorio y por todo el tejido social de Cataluña, y no es un grupo cerrado: hay abstencionistas intermitentes. Pero este reparto es desigual, de modo que el mapa de la abstención tiene sus puntos de máxima concentración en el área metropolitana de Barcelona y en el entorno de Tarragona, y en la diversidad se advierte un perfil predominante del abstencionista: más joven que la media de los que votan, con tendencia a estar menos escolarizado y con menos recursos económicos, inmigrante, no creyente, no especialmente politizado y votante de los socialistas en las elecciones generales. Si complejo es el mapa, diversas son las razones que incitan al abstencionista a no acercarse a las urnas. Como se sabe, es una ley democrática general que las elecciones consideradas de primer orden -las que deciden el gobierno o la jefatura del Estado- concentran las máximas cotas de participación con ventajas sensibles sobre las elecciones municipales, regionales o de otros tipos que el elector ve como de segundo orden, menos decisivas para su propio futuro. El estudio sostiene que la condición de elección de segundo orden es el factor más determinante de la abstención en las autonómicas. Es decir, parte de la ciudadanía catalana no ve razones para otorgar rango de elección decisiva a las autonómicas. El carácter secundario de la elección no explica los rasgos específicos del caso catalán. Entre ellos, que la Generalitat es considerada intermediaria de decisiones que se toman en otra parte, que el catalán opera como una barrera, que un sector de la inmigración considera que una política que fundamentalmente se transmite a través de este idioma no va con ella; en fin, que hay una cierta incomunicación que se concreta con la correlación entre abstencionista y uso predominante de las televisiones en castellano, que al ser de ámbito estatal dan menos relevancia a las elecciones autonómicas. En una palabra, política catalana se asocia a nacionalismo y un buen grupo de los abstencionistas entienden que a ellos no les concierne. Sin duda, los dirigentes políticos catalanes pueden, una vez más, esquivar sus responsabilidades culpando a la perversa maldad del sistema democrático español y poniendo este perfil de víctimas ofendidas que no contribuye en absoluto a la credibilidad de las instituciones propias. Sin embargo, que 20 años después, las elecciones al Parlament de Catalunya, que tiene que elegir al presidente de la Generalitat, institución símbolo en cuya defensa y reivindicación no se han ahorrado esfuerzos ni dispendios y que en estos momentos dispone de un presupuesto nada insignificante, sigan siendo consideradas unas elecciones de segundo orden es un fracaso de quienes han gobernado durante este tiempo, pero también de quienes han entrado sistemáticamente en la trampa de reducir las instituciones catalanas a la interpretación y uso nacionalista de las mismas. Tanto desprecio por las autonomías del café para todos y resulta que son capaces de movilizar mayormente a sus ciudadanos. El monopolio nacionalista de la razón institucional catalana ha tenido este efecto desmovilizador y da como resultado un distanciamiento de una parte del ciudadanía que va desde el rechazo hasta la indiferencia. Las sociedades son como son y no como cada cual quisiera que fueran. Las instituciones representativas tienen que abarcar a todos los sectores sociales y no sólo a aquellos que se inscriben dentro de los límites de lo políticamente correcto. O por lo menos así debería ser si se quiere una democracia de alta intensidad. Una sociedad no parte de cero, tiene una historia, una tradición, lleva unas huellas inscritas en sus carnes. Pero una sociedad no es un territorio, es una ciudadanía. Y las huellas que algunos de sus habitantes llevan marcadas desde otros lugares y culturas también cuentan, también forman parte del humus colectivo. Las instituciones políticas de una sociedad son fuertes en la medida en que el mayor número posible de gente las sienta suyas. La concepción patrimonial de las instituciones catalanas que tiene el nacionalismo debía producir inevitablemente este efecto segregador. Catalanes somos todos, pero las instituciones son de unos más que de otros. Desde esta posición ideológica se oye a veces un detestable agradecimiento paternalista a los inmigrantes que no van a votar en las autonómicas: son muy inteligentes, dicen, hacen muy bien en no ir a votar porque dejan que Cataluña defienda sus intereses, aunque ellos prefieran no comprometerse. Si las instituciones catalanas quieren adquirir la dignidad de primer orden, como correspondería a las pretensiones reivindicativas defendidas tan ardorosamente, en tiempos como los que corren, en que la eficiencia pugna con la ideología, tendrán que demostrar también su eficacia, su utilidad y su voluntad cooperativa. Escondiendo las responsabilidades reales de los gobiernos autónomos bajo el manto sonrosado de lo simbólico y del enfrentamiento permanente, las instituciones autonómicas seguirán bajo la percepción "de ausencia" que señalan los autores del estudio: ausencia de un sector significativo de la ciudadanía, ausencia de competitividad, de alternativa, de debate político. La tentación excluyente es una acompañante de casi todas las ideologías. El miedo a perder cuotas de poder, el miedo a que puedan dejar de gobernar los de siempre, incita a comportamientos políticos que lo menos que se puede decir es que no hacen nada para corregir esta distorsión democrática que es la abstención masiva. Cuando se aconseja a los aspirantes a presidente que no se salgan un milímetro del ámbito de la corrección nacionalista, cuando se practica una concepción de la cultura que usa la lengua como una barrera más que como un instrumento, se está deseando que muchos votantes en las elecciones generales se queden en casa en las autonómicas. Al fin y al cabo, algo de esto dijo Arzalluz la noche de las elecciones vascas al lamentar que la campaña de los partidos no nacionalistas hubiese llevado a tanta gente a votar. Algunos políticos son los primeros en apuntarse a las teorías que ven un peligro en la alta participación electoral. Un peligro para la estabilidad, es decir, para su poder, por supuesto.
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