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Universidad: dinero y algo más

A estas alturas, posiblemente nadie discute que una financiación adecuada es imprescindible para que la universidad cumpla los papeles más obvios que la sociedad le ha encargado: Proporcionar una educación superior de calidad a los estudiantes pre y postgraduados; crear nuevos conocimientos e innovación tecnológica a través de la investigación científica; actuar como apoyo y avanzadilla intelectual, cultural y ética para su comunidad. Los rectores, representantes oficiales de las universidades españolas, y más recientemente su portavoz, han insistido con argumentos contundentes en la necesidad de incrementar la cifra de pesetas por alumno en las universidades españolas, buscando equipararlas financieramente con las europeas. Sin dinero, difícilmente podra ponerse en práctica cualquier mejora que quiera introducirse en el sistema universitario y lo que es peor, se legitimará a quienes, dentro de éste, utilizan la excusa de la falta de personal y de medios para justificar la baja calidad de su trabajo docente o investigador. Sin embargo, también parece necesario subrayar que la dotación de fondos es condición necesaria, pero no suficiente para mejorar la Universidad. Más aún, no es legítimo solicitar sólo que se incremente la financiación de la universidad, sin plantear al tiempo que se corrijan las distorsiones que sufre el empleo de los medios financieros en la actual estructura universitaria y todavía menos, pretender extender automáticamente el principio de autonomía al uso por la universidad del dinero de todos. En la vida cotidiana, quien pone las pesetas tiene, por lo común, derecho a elegir sus gestores, controlarlos y decidir su continuidad en función de los resultados conseguidos. Tal ocurre también, con todas las imperfecciones que se quiera, con los dineros que los ciudadanos dejan en manos de los gobiernos democráticos para la gestión de la cosa pública. Pero la Universidad goza, dentro de ésta, de una situación excepcional. La autonomía universitaria concede una discrecionalidad muy extensa al destino que las autoridades académicas (rectores y juntas de gobierno) pueden dar a los fondos públicos que reciben, siempre que se empleen dentro de un tolerante marco legal. Así, y por citar algún ejemplo real, pueden decidir gastar el dinero de obras en construir, en lugar de laboratorios de prácticas para alumnos (que terminan la carrera sin hacerlas), un museo de alguna rama artística de la que la universidad no tiene estudios; o cambiar el destino de los fondos para contratación de personal, dedicándolo no a incorporar nuevos trabajadores, sino a subvencionar complementos por horario extendido a sus propios funcionarios, que disponen por otra parte de casi tres meses de vacaciones pagadas. La Ley de Reforma Universitaria (LRU) determina que las autoridades académicas sean elegidas por representantes de estudiantes, profesores y personal no docente. En su aplicación actual, en la mayoría de las universidades, el alumnado tiene casi un tercio de los votos y el personal no docente un 10% más. En la práctica, el profesorado está dividido siempre por sus intereses corporativos, lo que deja frecuentemente en manos de los representantes estudiantiles (votados por un número de sus compañeros que raramente supera el 5%) y en las del personal no docente, el resultado final de proceso. El margen que este sistema permite a la distorsión de las elecciones universitarias por intereses corporativos, demagogia e intervencionismo solapado de otras fuerzas, como partidos políticos, sindicatos, etcétera, es casi infinito. La consecuencia es, en todo caso, un equipo de gobierno que debe satisfacer las expectativas de quienes le votaron. Eso sí, manejando no el dinero de los propios electores, sino aquel que le proporicona un fondo mucho más impersonal e ilimitado, como es el de los presupuestos del Estado. Es difícil para un cargo electo resistirse a las demandas de quienes le colocaron y mantienen en el puesto, sobre todo si, votantes y votados, saben que no hay que dar incómodas explicaciones a nadie, aparte de a ellos mismos. Cualquier acción que perpetúe la impunidad con la que las universidades puedan gastar el dinero de todos en el momento presente, no hará sino agravar las deficiencias de un modelo de gestión y dirección, que ha sido descartado hace tiempo en la gran mayoría de países con mayor experiencia democrática que el nuestro. Las legítimas aspiraciones de mejor financiación de las universidades, deben ir acompañadas de un análisis crítico, por la sociedad y la propia universidad, del funcionamiento y el cumplimiento de los fines de ésta. Sería bueno que los partidos políticos retomaran abiertamente el debate de cómo y quién debe gobernar la universidad, en lugar de forcejear subrepticiamente por controlarla, cada vez que ésta elige a sus cargos académicos. Y que los universitarios nos plantearemos en qué medida la universidad pública está cumpliendo sus objetivos y hasta dónde llega nuestra responsabilidad personal en las deficiencias que ésta sigue padeciendo, tres lustros después de promulgarse una ley, que se ha mostrado insuficiente para mejorar la calidad de la docencia y la investigación en España.

Carlos Belmonte es director del Instituto de Neurociencias de la Universidad Miguel Hernández.

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