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La sombra

LUIS MANUEL RUIZ Una hermosa novelita alemana relata la historia de Peter Schlemil, un individuo algo descuidado que un día perdió su sombra: descubrió que no le seguía, que no iba adherida a sus plantas como hasta entonces, cubriéndole la retaguardia desde la pared de enfrente o las aceras, sumisa y pacífica como una educada mascota. En cuanto a Peter Pan, ya sabemos lo desgraciado que le hacía verse desposeído de ese apéndice que sólo a los más distraídos podrá parecer ocioso, porque, según apunta Eugenio Trías, la sombra es nuestro duplicado en blanco y negro, el troquel de la figura que componemos cuando la luz nos da de lleno y dibuja perfectamente nuestro rostro, definiéndolo como el que es, sin que pueda tomárselo por ningún otro. La sombra es nuestro trastero, ese cuarto de atrás depositario de los escombros que nos definen, la zona más nuclear y desnuda de la identidad. La noche de fin de año, mientras mondaba los obligatorios langostinos en compañía de la familia, la televisión me mostró a bocajarro cuál es la sombra de los andaluces: la gracia. Es una suerte contar con una vacuna tan efectiva y contundente contra la disolución cultural, contra el marchitamiento de valores e idiosincrasias que ha precedido a la desaparición de tantas civilizaciones; no podemos sino congratularnos de que los humoristas andaluces velen hasta el punto en que lo hacen por la conservación de la identidad patria y los rasgos que la definen, a saber: el salero, la espontaneidad, el desparpajo, y sobre todo esa calidad humana y esa filosofía para encarar las tribulaciones que convierten al andaluz en un pueblo irreemplazable y amado por doquier allá a donde vaya. En esta era en que, Dios mediante y si la Constitución no lo remedia, también a nosotros nos llegará el prurito por la independencia, está bien que alguien se tome el trabajo de compendiar esa escurridiza esencia, la esencia de Andalucía, para poder utilizarla poniéndola sobre el tapete, ya que idioma nos falta, a la hora en que nos interroguen sobre nuestra identidad. Somos andaluces: simpáticos, extrovertidos, danzarines, vagos pero ingeniosos, bajitos, morenos, católicos e idólatras, vocingleros, fanáticos, algo envidiosos pero sin malicia, toreros, flamencos, habitantes de la región más agraciada por el sol y las costas, de la California del Mediterráneo. Ya que desde hace algunos años la televisión autonómica nos enseña a sesear o a bailar sevillanas, que los flamantes nombres de Machado o Lorca son elevados al parnaso de los poetas inalienablemente andaluces, es justo y necesario que la Junta emprenda una campaña de andaluzación masiva: porque, aunque nos cueste creerlo, todavía existen descastados que se niegan a reconocerse en ese espejo veraz de nuestra realidad con que Televisión Española abrió la programación de fin de año. Cuando estuve estudiando en Francia todos se extrañaron mucho de que yo pronunciase mis ces y zetas con la interdentalidad debida, de que no tuviera la más mínima gracia contando chistes y de que no supiese ni siquiera bailar sevillanas de academia. Ahora comprendo que esa extrañeza tenía razón: no se puede echar por tierra de esa forma el copyright de toda una nación. Vamos, digo yo.

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