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EL PERFIL

Carmen Calvo, y no la de Mérimée

L e ha tocado bregar a esta mujer -supongo que por afición, por gustazo y por ese empujoncito ajeno que llamamos responsabilidad- en el huerto acaso más feraz de esta parte del sur de Europa -o del norte de África, o del occidente de oriente y viceversa- ya que la cultura de Andalucía no es una y sí muchas, grandes y libres de verdad; o sea, sin aguilucho ni otras rapaces dispuestas a merendársela a picotazos de aquella catetería nacionalista que siempre termina en imperios de irracionalidad. Era bueno y conveniente, por tanto, que la batuta de la Consejería de Cultura de la Junta andaluza estuviese en las manos de una mujer especialista en Derecho Constitucional, porque ese marchamo del Jabugo más legítimo le pone al jamón del poder cierta garantía de calidad. Carmen Calvo, por lo demás y que yo sepa, es una consejera hiperactiva que se desayuna visitando una exposición del mejor bibliófilo andaluz en el palacio del Obispo de Almería para, dos horas después, almorzar con Pablo García Baena y sus Bilmore boys junto al Paseo Marítimo de Málaga (allí, frente a un plato de gazpachuelo, le puede refutar a Antonio Soler dos o tres sofismas sobre Plotino y, poniendo cara de Marujita Díaz, recordarle a Domi del Postigo y a su equipo de expectantes que lo del programa Más libros, más libres marcha contra vientos, mareas y soplagaitas del ente público) y, a los postres, salir pitando con las natillas en la agenda porque tiene que cantarle las coplas de la verdad, para merendar, a una pareja de alcaldesas del PP que se ponen bordes en cuanto la ven a ella -boá de tigresa de las artes y las letras al cuello- proclamando que lo del Museo Picasso ya está listo, o que lo de Alberti es cosa hecha. Después, en la paz del anochecer, Carmen Calvo trepa por un andamio de la Mezquita-Catedral-Sinagoga de su Córdoba natal, lejana y sola, se pone en jarras frente a Jerusalén, al Vaticano y al Islam y, quizás compartiendo bocata con un currante boquiabierto, revisa las tejas de ese otro mundo que también se viene abajo ante la morosidad del rabino, del cura y del califa. La he visto inaugurar la exposición de los setenta años de la revista Litoral poniendo los ojos atentos en cada uno de los manuscritos de Cernuda y Aleixandre y Guillén y Lorca, palpando los lomos de los números editados por Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, casi extasiada en la contemplación de los dibujos de Maruja Mayo y Benjamín Palencia y Enrique Brickmann y Paco Peinado -el de Ronda y el de ahora, los dos-, soplándole un rifirrafe gordo al concejalote de Cultura local que llegó tan tarde como siempre para vindicarle a la consejera no sé qué obras mayores y menores que ella le recomendó aliviar cuanto antes en el retrete contiguo. Son gajes de su actual oficio de servidora pública que se gana la paga y las dietas gestionando el patrimonio cultural de un territorio cargado de historia y de historietas, de arte y de artistas; y de artífices de un más difícil todavía que consiste en poner de acuerdo a cuanto ser humano, o casi, decide que su vida es otra obra maestra puesta al servicio de la humanidad con cargo a los presupuestos generales de la comunidad autónoma andaluza. De ahí que esta mujer pase días, meses, años, buscando el equilibrio entre poetas y malabaristas, pintores y operarios de la brocha, músicos y turutas, cantaores y berreantes, novelistas y narrativos, toreros y corre cabras, flamencos y chuletas del palmoteo, restauradores y zampabollos, artesanos y tocazambombas, gentes del teatro y agentes de todos los escenarios, editores y vendehúmos. Puede que lo consiga. De momento, lo que sí ha conseguido es superar a la otra Carmen -la de Prosper Mérimée- en esa tragedia también romántica que es saber elegir los personajes a quienes te entregas y los portentos de quienes salir zumbando. Ésa es, de momento, la forma de su mejor mesura. Así cualquiera se gana a pulso buenos amigos y mejores enemigos. Los últimos proclaman que lo de Carmen Calvo se queda en chau-chau y deja ya de contarme; los primeros, sin embargo, la remiran de arriba abajo hasta descubrir que en Andalucía la cultura tiene muslos cordobeses y que -como la cosa casi exclusiva de machotes que fue- si les intentas el requiebro te pueden dejar con dos palmos de endecasílabo amoratándote el careto. Pero como los enemigos son más bichos, se ceban en lo de Calvo y se rechiflan con lo de Poyato (Carmen Calvo Poyato es la gracia completa de la consejera), por cuanto el adversario termina respondiendo que para cachondeo lo de Tocino, o, aún peor, el siniestro de ser Arenas y Bocanegra en una sola pieza. En fin, cuarenta y tantos años, constitucionalista, de Cabra, una hija, consejera de Cultura de la Junta de Andalucía. Lo dicho: Carmen Calvo, y no la de Mérimée.

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