Tarjeta de Navidad
Este año no voy a tener ningún regalo. Y es que tuve una enganchada con Gaspar el día pasado en una tienda de chucherías. Lo pillé ni más ni menos que afanándose caramelos a puñados y le llamé la atención. Se hizo el loco y me dijo que lamentaría mi atrevimiento. Luego, a la hora de pagar, la dependienta le obsequió con la mejor de las sonrisas, mientras que a mí me fijó un par de ojos de besugo, huérfanos de toda mirada, en los que pude leer con claridad: no habrá regalos. Algo resentido, me birlé al salir un par de caramelos, pero me sonó la alarma y tuve que soportar después un penoso asalto. La dependienta pensó que era la alarma contra incendios y me llamó incendiario, asocial, chulo de vecindad y no sé que otras lindezas más. Sus ojos brillaban esta vez como los de las pirañas y hasta me pisó el pie derecho con su tacón de aguja cuando me gritó lo de eunuco. Todo había sido obra de Gaspar. Gaspar es un mocetón de gimnasio que en un tiempo tuvo el pelo castaño, aunque ahora lo lleva teñido de amarillo. No es mago, pero es profesor de Química y da clases en la UPV. Un día me confesó que lo peor de su misión era ese viaje que tenía que hacer por estas fechas a Arabia. Después de pasearse tres o cuatro días a lomos de un camello por el desierto, un avión del Ejército israelí los trasladaba hasta Biarritz, en donde comenzaba su periplo caminero por las carreteras de Euskadi y de España. Con los gabachos nada, me dijo, pues allí le tenemos al enano rojo que nos ahorra trabajo. A los franchutes siempre les ha encantado el rouge de labios, aunque ellos lo explicarán con la llama, el fuego solsticial, el tronco de lo mismo y no sé qué costumbres ancestrales y paganas. En realidad, todo es debido a que las gabachas les quedan muy monas vestidas de rojo en las galerías Lafayette y eso lo pudo sospechar ya hasta Vercingetorix. ¡Ah, la France! También me dijo que lo del trote por las carreteras se les estaba poniendo muy chungo, a causa del tráfico y de otras cosas que se ven, y que un año se le desbocó el camello. No era para menos, pues se habían cruzado con un burro con casco luminoso arrastrando un tractor, y a su camello aquello le debió de parecer purita tecnología del infierno. Menos mal que él era el rey mago y no pasó nada. Pero estaba quejoso, los tres, también Melchor y Baltasar, estaban quejosos, según me dijo. Abundaban los impostores y las coreografías a lo Busby Berkeley llenas de odaliscas, en las que ellos los convertían en emperadores aztecas que lanzaban caramelos antes de inaugurar un hipermercado con algún sacrificio humano. Y el más quejoso debía de ser Baltasar, con tanto futbolista extracomunitario haciéndose pasar por lo que no era: ya les deben de fijar una cláusula en el contrato para hacer de rey mago en la cabalgata. ¡Si supieran que a Baltasar no le gusta el fútbol y que su deporte favorito es correr sobre las manos por el desierto, cabeza abajo y sólo con guantes! Así está él, que parece un chaval. A Melchor, en cambio le gusta la papiroflexia, como a Unamuno, y es por eso que no vive aquí, sino en Ciudad Rodrigo. A él le gusta la txistorra y todo ese desmadre de festejos que se da por aquí y que tan bien le sirve para estudiar la condición humana. Pues, aunque mete alguna que otra hora en el gimnasio, él es fundamentalmente un contemplativo y un observador. Le llama mucho la atención, según me dijo, ese afán de inventarnos mucho pasado para que ocupe todo el presente. Es como si tuviéramos miedo al futuro, del que sólo nos interesa la tecnología porque nos hace falta para comer. Y el pasado, apuntó, lo metéis además en una barrica de amontillado como si quisierais escribir con él un cuento de Poe. Debe de ser para que se olvide de que está pasado, o para que no se dé cuenta de que es falso. No quiso insistir mucho en el borono que llevan en andas y que últimamente les hace la competencia. Querer sustituirles por eso le parecía un síntoma de que este país quería acabar con la imaginación. Al fin y al cabo, el enano rojo tenía un toque de fantasía, y quedaba bien en la nieve, entre renos o en las galerías Lafayette. Mientras que el borono que llevan en andas queda gris hasta en el bosque de Irati. ¡Horror vacui!, exclamó luego, y añadió que estas fiestas no tenían sentido y que debieran suprimirlas. El último año había descubierto en la mirada de los niños no que tuvieran ilusión, sino que querían tener ilusión. Intentó hacerles un milagro, pero sólo pudo desearles una feliz Navidad. Después, cuando espoleó a su camello, pensó que la ilusión debía de estar en otra parte. Y hasta se tuvo que tragar una lágrima.
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