Soledad a toda costa
Una gira invernal permite gozar a solas del bosque de pinos piñoneros que rodea el embalse de San Juan.
A estas alturas de la civilización, los sociólogos ya deberían haber resuelto el enigma de por qué las gentes se repelen cuando están en la ciudad -véase cómo se distribuye el personal por los asientos de un autobús semivacío- y, en cambio, se compenetran casi a nivel atómico en los cuatro merenderos y zonas de baño que frecuentan cuando salen al vasto campo. El fenómeno no es reciente, pues, ya en 1929, Manuel G. Amezúa, fundador del Club Alpino Español, hablaba de esa "particular idiosincrasia nuestra que hace que no sepamos divertirnos si no estamos los unos encima de los otros".El pantano de San Juan, en verano, es uno de esos lugares divertidísimos donde la concentración de bañistas conculca la impenetrabilidad de los cuerpos. Existe, empero, una minoría aburrida que se obceca en ir a redropelo del interés general, por ameno que sea; una minoría que no despreciará la ocasión de pasearse a solas por los pinares que ciñen este embalse del río Alberche, mientras la muchedumbre que lo conoce por el mal nombre de la playa de Madrid se queda en casa comiendo el turrón alrededor de un árbol de plástico.
El paseo en cuestión puede iniciarse en el Mesón del Puerto, que está junto al puente de San Juan, no más pasar el kilómetro 49 de la carretera de los pantanos (M-501). Desde allí, las marcas de pintura blanca y roja del sendero GR-10 nos van a guiar sin pérdida posible por una vereda, primero, y por una pista de tierra, después, que discurren paralelas a la carretera -dirección Madrid- a lo largo de un kilómetro, hasta una bifurcación bien señalada: a la izquierda, un ramal que conduce hacia la lancha del Yelmo; a la diestra, el camino que asciende hacia el alto de la Parada, el nuestro.
Durante la subida, suave pero constante, nos van a acompañar las verdinegras encinas, los pinchudos enebros y, en número mucho mayor, los majestuosos pinos piñoneros (Pinus pinea), alguno de los cuales frisa en los 200 años. Nadie sabría decir si estos extensos pinares que tapizan el suroeste de Madrid son autóctonos o no, pues lo cierto es que esta especie se ha cultivado desde antiguo. Es fama que los jardineros de Roma apreciaban la silueta de su copa aparasolada por su rara perfección, casi escultórica. Silueta acentuada por una labor de poda, conocida como olivación, que se efectúa para estimular la producción de piñas, las cuales se recogen en invierno y se tuestan, o bien se conservan hasta la primavera para sacar el piñón con la ayuda del calor del sol. El piñón va al pastel, al guiso o a la morcillita, y la madera resultante de la poda, a los hogares, donde arde como la pólvora. Este pino es, por último, refugio de animales (rapaces, páridos, picapinos, ardillas), incluido el bípedo implume que come, sestea y freza a su arrimo.
A los cuatro kilómetros -una hora larga desde el mesón-, aparece otra bifurcación: el ramal de la derecha, cerrado al tráfico con barrera, nos va a llevar bordeando el alto de la Parada a través de cortafuegos y repoblaciones acometidas tras el pavoroso incendio de 1966.
Tres kilómetros más adelante -y van siete, o dos horas de andar-, surge un desvío a la derecha, hacia el profundo Valle-Frías, que no tomamos; de frente, continúa la pista, y a la izquierda cae una barranca sin más camino que una trocha de cabras por la que vamos a dar en 10 minutos a una nueva pista -carretera del Infante la llaman-, junto a una granja. El regreso podemos efectuarlo sin salirnos de ella; o, mejor aún, tomando por el primer desvío a la derecha, y, acto seguido, a la izquierda, para pasar junto a la lancha del Yelmo, una gigantesca peña ovoidal de granito que se empina 100 metros sobre el embalse, con un mirador en la cima y varios pinos que crecen milagrosamente sobre la roca viva.
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