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Tribuna
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Los telehumanos (protocuento de Navidad)

Poco a poco la humanidad se va convirtiendo en veedora de televisión. Es un proyecto de no se sabe quién, pero que se cumple de manera implacable. Día llegará en que los hombres -y las mujeres- sostengan entre sus cansados hombros una cabeza cuadrangular de ojos desmesurados, boquita atrofiada y grandes orejas desplegadas para mejor percibir la estereofonía dominante. Una implantación de microchips en el entrecejo, a manera de mancha cibernética, será el mando a distancia, conectado a los deseos más mínimos con que cambiar de cadena, modular el volumen, el brillo, etcétera. No habrá tiempo que perder. El ocio abundante, meta al fin conquistada por la especie, será una fuente continua de placer televisivo. Los suelos y los techos, cuadrículas prodigiosas de monitores sobre los que componer a capricho videowalls, imágenes fractales de indudable belleza, grandes configuraciones del líder idolatrado, la guerra favorita, los últimos ñus galopando por las praderas del sesteo. Todo, pues, una pura televisión, una fantasía de Orwell elevada al infinito. Mismo los andaluces habremos desarrollado la autonomía televisiva hasta un grado indescriptible. No ya dos cadenas, una para plebeyos y otra para místicos, sino muchas más, conformadas al grado de malagueñismo esencial, sevillanismo universal, granadismo pseudoárabe, cordobesismo multicultural, gaditanismo tan gracioso, etcétera. Así también los gallegos, pobrecitos, votando eternamente a un Fraga virtual, y los catalanes para qué decir: en cada masía un pequeño estudio pujolista. Y en el País Vasco, tediosamente pacificado, uno por familia, a fin de combatir la inadmisible evidencia de no ser el mundo todo un ombligo euskaldún. Los indómitos niños habrán quedado reducidos a simples interferencias en las cadenas, cuando no cajitas con patas acopladas al sofá, engullendo grandes cantidades de bazofia edulcorada, saborizada y reengrasada, y conectados mediante largos tubos a las cloacas centrales. En cada rincón del dulce hogar el ojo de una cámara olvidada recogerá todos los movimientos o espasmos de todos los telehumanos, por si alguien, vía intertele, desea contemplar cómo otros le contemplan contemplándoles. Pues los ojos verdaderos, antaño indagadores, se habrán convertido en meras cápsulas de telever. No sé si algo escapará a telecontrol. Puede que el reflejo de la luna en un charco. Pero no se hagan ilusiones. ¿Y las Navidades? Ah, las Navidades. Una teletienda infinita. Compro, vendo, todo, mi alma, tu alma, tu sexo, mi sexo, tu eléctrica, mi eléctrica, además de colonias y perfumes en gama celestial (los humanos -y las humanas- habrán dejado definitivamente de lavarse, para no quitarle tiempo ya saben a qué). Y un Niño Jesús cuadradito y centelleante mirará por todos con sus ojos de mazapán tierno. A Belén transistores, a Belén chiquitos, que ha nacido el Rey de los teleadictos.

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