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Globalización y crisis del Estado social

"Un fantasma recorre Europa", pero 150 años después de publicado el más famoso de los manifiestos, no es el comunismo el que atemoriza a los poderosos, sino lo que esta vez amedrenta a los pueblos es el desguace del Estado social. En los últimos veinte años han ido en aumento las voces que denuncian la construcción más impresionante del Estado democrático, el Estado social de bienestar, no sólo por impagable, sino incluso por su presunta incompatibilidad con la eficacia. Convendría olvidar los años sesenta y setenta, en los que en el norte y centro de Europa se disfrutó, junto con el pleno empleo, de un crecimiento continuo de los salarios reales y de un Estado de bienestar en constante despliegue. La conjunción de estos tres factores, se nos dice, ya no volverá a repetirse.Pero como esos decenios, allí donde se vivieron, no se borran de la memoria de la gente, no se escatiman esfuerzos para combatir su querencia. Se alegan muchas razones para explicar por qué ya no sería posible el modelo de Estado de bienestar que la Europa comunitaria construyó en la segunda posguerra, pero, como argumento principal, se apela a la mundialización de la economía, o dicho con un anglicismo, a la globalización, concepto que ha pasado en diez años a estar en boca de todo el mundo, a la manera como en los sesenta y setenta se hablaba de "imperialismo" y "dependencia" desde la óptica del mundo subdesarrollado para dar cuenta de fenómenos semejantes.

En fin, ha terminado por pasar por moneda de ley la idea de que en la Europa comunitaria el alto paro alcanzado sería secuela directa de los excesivos costes laborales que comporta el Estado de bienestar en una economía abierta que es preciso que sea competitiva a nivel mundial. La mundialización o internacionalización de las economías sería la causa de que ya no fuese aplicable el modelo keynesiano, sobre cuya base se construyó el Estado de bienestar. Y ello, porque el Estado habría dejado de configurar el marco territorial y jurídico dentro del cual funciona el mercado. La crisis del Estado de bienestar se revela así la consecuencia natural de la crisis del Estado nacional, y como todas las instituciones democráticas tienen al Estado como soporte, la crisis del Estado conlleva la de la democracia parlamentaria, al menos en la forma en que hoy la conocemos.

Y, pese a que se acepte que en las condiciones que impone una economía global no cabe mantener el viejo Estado de bienestar, no hay partido de centro, que es lo mismo que decir, partido que, desde el poder o desde la oposición, pretenda ganar las próximas elecciones, que apoye abiertamente lo que pide la lógica liberal. Se admite su doctrina, pero no se asumen sus consecuencias, esquizofrenia que se observa también en otros muchos aspectos de la vida social y política: por ejemplo, la proclamación de los derechos universales del hombre y la discriminación de los extranjeros. Pese a que el Estado social pertenezca a los rasgos definitorios del capitalismo social que impregna la cultura europea, ello no quita que se haya frenado el desarrollo social de los sesenta y setenta, con reformas parciales que, de hecho, han supuesto restringir las prestaciones sociales.

Si superponemos estas dos tendencias, por un lado, aceptación de la lógica capitalista que comporta siempre la demanda de contener, y a ser posible rebajar, los salarios, lo que exige continuar desmontando el Estado social, y, por otro, la necesidad en una democracia de contar con el voto de la mayor parte de la población, que es la asalariada, cuidándose mucho de no demoler unas instituciones sociales que cuentan con un apoyo mayoritario, el resultado es que en Europa los políticos, a diferencia de buena parte de los economistas, no hablan de eliminar el Estado social, sino simplemente de reformarlo, acomodándolo a los nuevos condicionamientos. Pretensión que adquiere mayor plausibilidad si tenemos en cuenta que el viejo Estado de bienestar, como todo lo humano, estaba muy lejos de ser perfecto. No cabe, como durante demasiado tiempo ha hecho la izquierda, seguir ocultando el despilfarro y la burocratización que ha arrastrado consigo, con el resultado de que hayan crecido de continuo los costes sin que mejorasen por ello los servicios. Nada más oportuno que plantear la reforma del Estado social, pero se comprende con la doctrina neoliberal de trasfondo el temor de los pueblos a que las reformas al final impliquen su desmantelamiento. Y como, en efecto, muchas de las reformas propuestas, como la gestión privada del seguro de enfermedad o de las pensiones de los jubilados, significan llanamente la laminación del Estado social, es comprensible la desconfianza enorme que levanta cualquier planteamiento reformista.

Hasta hace poco -las cosas están cambiando muy rápidamente-, el que ya no fuera posible aplicar el modelo keynesiano se atribuía a que las economías europeas hubieran pasado de un ámbito estatal a uno mundial. La mundialización, o si se quiere la globalización de la economía, sería el factor externo que estaría en la base de la crisis del Estado social. Dos conceptos, mutuamente dependientes, globalización y competitividad, se han manejado repetitivamente para dar cuenta de la necesidad de recortar el Estado social. Pues bien, lo primero que hay que criticar en este planteamiento es que no menciona, o por lo menos no valora suficientemente, otros factores, como la revolución tecnológica y la caída del llamado socialismo real, que podrían ser tanto o más importantes que la globalización para dar cuenta del paro y consiguiente crisis del Estado de bienestar en la Europa comunitaria.

En los años setenta, al presentarse los primeros síntomas de la gran revolución tecnológica que suponían la automación, y sobre todo la informática, discutimos ampliamente las consecuencias que tendría para el mercado de trabajo. Para unos era obvio que la llamada pomposamente "revolución científico-técnica" traería consigo la destrucción de muchos puestos de trabajo; para otros, más que de una pérdida absoluta, se trataría de un reordenamiento: perecerían muchos arrancados por las nuevas tecnologías, pero crearían, a su vez, otros nuevos, de modo que a mediano plazo estaría garantizado el pleno empleo.

Hemos comprobado el esperado deterioro del empleo ocasionado por las nuevas tecnologías -son impresionantes las cifras de los puestos de trabajo que han exterminado la automación en la industria automovilística o los ordenadores en el sector de servicios- pero, a diferencia de los pronósticos más optimistas, los nuevos puestos de trabajo creados no están, ni de lejos, en proporción con los destruidos. La mayor parte de estos nuevos puestos son, además, creación de la iniciativa individual, aunque dependiendo de una empresa, como si los nuevos trabajadores, sin contrato laboral, fueran empresarios independientes, y los pocos puestos creados en las empresas exigen unas calificaciones que no son fáciles de encontrar en el mercado laboral. De modo que el paro ha aumentado muy considerablemente, a la vez que no se puede cubrir la demanda de trabajo especializado.

Se muestra así una disfuncionalidad creciente entre los niveles y contenidos educativos y los requerimientos del mundo de trabajo. Los jóvenes que salen de nuestras escuelas profesionales e incluso de nuestras universidades no poseen las calificaciones que se precisan para encontrar trabajo. Para los trabajos más simples y más duros, pagados con salarios muy bajos, que no pueden interesar a los nacionales que gocen de un Estado social, se recurre a los inmigrantes, con todos los problemas que esta solución conlleva. No se olvide que la inmigración clandestina existe porque sirve para presionar a la baja sobre los salarios, función que cumple también la economía sumergida, muy ligada con el trabajo del inmigrante.

En todo caso, hoy parece claro que el factor decisivo en el aumento del paro ha sido, tal como se anunció hace más de dos decenios, la revolución tecnológica, que ha transformado, y va a seguir transformando a fondo y a gran velocidad, las relaciones sociales en el sentido más amplio, no sólo en el laboral. En vez de sentirnos, como en el pasado, protagonistas de la historia con una meta clara, nos vivimos dentro de una vorágine en la que se divisan cada vez más peligros y menos oportunidades. En los años sesenta, en un momento de todavía relativa estabilidad, empezó a investigarse científicamente el futuro. Hoy, que resultaría tan necesario preverlo, nadie se atreve a confeccionar el menor esquema sobre el mundo que se nos viene encima. Y el factor que, justamente, hace tan poco previsible el porvenir es el desarrollo científico-técnico, tan fundamental en la organización de nuestro mundo como impredecible. Un descubrimiento científico, hoy inimaginable, podría cambiar por completo los procesos de producción y, con ellos, las relaciones sociales y las formas de vida en un plazo imposible de precisar.

Un segundo factor -de menor importancia, al ser en buena parte un producto derivado del anterior- es el desplome del comunismo soviético, con el que nadie contaba. Muchas fueron las grietas que se fueron produciendo hasta derrumbarse el edificio, pero tal vez la decisiva se debió a haberse equivocado en las líneas de investigación y, en concreto, a haber dado la espalda a la informática. No olvidemos que la inferioridad del mundo soviético frente al occidental fue, en primer lugar, de raíz científico-técnica. El sistema burocrático no alcanzó nunca la flexibilidad necesaria para adaptarse con rapidez a las nuevas tecnologías. Cierto que partió de un nivel muy inferior, pero por grandes que fueron los esfuerzos y colosales los avances, en muy pocos campos logró acortar las distancias y en menos aún superar al mundo occidental. Inferioridad tecnológica que, sin duda, fue consecuencia de una amplísima gama de otros factores, sociales, organizativos y humanos, que, conjuntados, explican que Rusia no pudiera mantener por más tiempo una confrontación abierta con Estados Unidos. Cuando Gorbachov tira la toalla y renuncia a enfrentarse al mundo occidental, dispuesto a desprenderse de los países de la Europa oriental, para concentrarse en las reformas internas más urgentes, la simple apertura de un proceso de renovación hizo de tal forma tambalear el edificio, horadado con tantas y tan profundas fracturas, que terminó desplomándose.

A la altura de nuestro tiempo vemos con claridad que el sistema soviético a los que más favoreció fue a los trabajadores de la Europa occidental, que gozaron también de una alta seguridad en el puesto de trabajo -pleno empleo-, pero con un nivel de vida mucho más alto y disfrutando, además, de las libertades personales y políticas. La desaparición de la amenaza soviética en un momento en que hacía crisis el Estado de bienestar por el paro creciente que originaba la revolución tecnológica, permitió confrontar a la clase obrera de la Europa occidental con un dilema que antes no hubiera aceptado: prosperidad económica y salarios altos para los colocados, asumiendo un desempleo creciente, o bien, intentar por todos los medios asegurar el puesto de trabajo y el bienestar social adquirido, a costa de una economía cada vez menos eficiente, con el riesgo añadido de terminar derrumbándose como la del Este.

Caído el bloque socialista, el capital no encuentra fronteras a su expansión. El fin del llamado segundo mundo convirtió todo el planeta en un solo mundo. Una vez que se desplomó el comunismo, justamente hace diez años, pudo empezar a hablarse de globalización y de sus consecuencias para el Estado de bienestar en la Europa occidental. Y, cierto, frente a un largo proceso de mundialización que se retrotrae a varios siglos, la globalización implica un estadio nuevo, debido precisamente a la revolución en las técnicas de comunicación. En vez de colocarla en un primer plano de explicación, la globalización es una consecuencia más de la revolución tecnológica que estamos viviendo y que nadie sabe a dónde conduce.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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