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Cuando no pasa nada

Juan José Millás

El desconocido estalló en la comisaría de Centro sobre las doce aproximadamente, cuando un periodista telefoneó por rutina para saber qué había sucedido y tuvieron que decirle que nada.-¿Cómo que nada? ¿No se ha producido ningún tirón, ninguna denuncia por malos tratos, ninguna violación, ninguna muerte? ¿Qué intentáis ocultar?

Tras despachar al periodista, el comisario se quedó un poco inquieto y telefoneó a sus colegas de Chamberí, La Latina, Canillejas...

La calma, en todas las comisarías, era absoluta y el día se cerró sin que nada ni nadie hubiera quebrado esa extraña paz, más extraña si se tenía en consideración que las Navidades añadían a la fiebre habitual, bastante de por sí, unas décimas de temperatura que se traducían en un aumento considerable de las denuncias con respecto a los meses considerados normales, en el caso de que quedase alguno sin estupidizar. Al día siguiente, después de comer, y como las cosas continuasen en el mismo estado, el delegado del Gobierno se reunió con los comisarios de la ciudad y los puso firmes.

-No podemos continuar diciendo a los periódicos que no pasa nada. Nos van a tomar por tontos.

-Es que no pasa nada -respondieron.

-Pues que alguien atraque un banco o vuele una Embajada. Pero hagan algo o, antes que la mía, van a rodar las cabezas de todos ustedes.

Los comisarios regresaron a sus puestos de trabajo con la esperanza de que durante su ausencia hubiera sucedido una catástrofe, pero sus agentes continuaban sesteando junto a los teléfonos súbitamente enmudecidos.

Algunos reunieron a su equipo de confianza para planificar la comisión de algún delito menor, pero no encontraron voluntarios, pese a la promesa de tener en cuenta su colaboración a la hora de decidir los próximos ascensos.

A los cuatro días la situación era desesperada: la delincuencia parecía haber entrado en un estado de huelga indefinida, y las leyes empezaban a adquirir un grado de inutilidad preocupante. Entonces, el ministro reunió a sus colaboradores más cercanos y no se anduvo con rodeos:

-Quiero de aquí a mañana dos asesinatos, tres robos con asalto y dos violaciones con premeditación y alevosía. De ello depende el futuro de este ministerio y, en consecuencia, el pan de sus hijos. Ustedes verán cómo se las arreglan.

Los comisarios se reunieron con sus hombres más duros y les pidieron que se pusieran en contacto con sus confidentes para ofrecerles dinero por delinquir.

-Va a haber pasta para todos -prometieron-, y tampoco se les pide nada del otro mundo: un par de crímenes, siete u ocho butrones, media docena de infracciones de tráfico. Y droga, mucha droga, que el tráfico de droga tranquiliza a los contribuyentes.

Los policías utilizaron sus contactos habituales en los bajos fondos, pero ni con promesas ni amenazas lograron que la gente volviera a delinquir.

El crimen se había vuelto perezoso.

Así las cosas, a los dos o tres meses de esta paralización, y cuando el cuerpo de la ley, al faltarle el alimento del crimen, empezaba a mostrar signos de debilidad, el ministro del Interior decidió convocar oposiciones para delincuente, sacando a concurso cinco mil plazas, a las que no se presentó nadie porque el salario era inferior al de un policía municipal recién ingresado.

Tras revisar este aspecto y crear un montepío que asegurara una jubilación digna incluso a los delincuentes que no hubieran cotizado jamás a la Seguridad Social, lograron cubrir algunas plazas a las que se presentó un grupo de policías jóvenes que estaban hartos de la situación de interinidad que padecía en el Cuerpo.

Pero se negaron a cometer delitos mayores mientras no se les reconociera en su nuevo puesto de trabajo la antigüedad de los sucesivos contratos eventuales que habían cumplido para la policía.

Tras una serie de reuniones con los representates de Interior, en las que se dieron las tensiones inherentes a toda negociación colectiva, los nuevos funcionarios empezaron a transgredir la ley con furia, y a fortalecerla en consecuencia.

A los pocos días, Madrid era la ciudad tranquila y confiada de siempre. Más tarde, mucha gente pretendió delinquir sin haber hecho oposiciones, pero el nuevo sindicato del crimen lo impidió.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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