Joaquín Achúcarro
El pianista vuelve el lunes a Bilbao, la ciudad que le encandila y le permite tomar tierra
Recuerda Joaquín Achúcarro (Bilbao, 1932) aquellas travesías a nado de El Abra (cuando se afanaba en la tarea de llegar y los amigos, en los muelles, le esperaban con paciencia no exenta de ironía: "Viene tan lento porque trae el piano encima", aseguraban. "La verdad es que me daba tiempo a repasar dos conciertos de Brahms", rememora Joaquín Achúcarro, quien rescata de aquella pasión el espíritu pertinaz que le define. Perseveraba aquel joven en los siete intentos sobre el agua con la misma fe con que abandonó la carrera de Ciencias Físicas para bucear en las teclas del piano, creyendo que lo segundo resultaría más fácil de lo que es y porque entendía que la dedicación no podía repartirse en asuntos de tanta exigencia. Rompía así la tradición científica oficial de la familia, pero se asociaba a la tradición espiritual que le ligaba a la música clásica y al piano. Su abuelo tocaba el violín, el violonchelo, la flauta y la guitarra y hace un siglo reunía a varios amigos para formar un cuarteto que amenizaba las noches (atardeceres en el actual calendario de la vida cotidiana) tras las cenas. Su padre, oculista de profesión, tocaba muy bien el piano. El abandono del eslabón oficial (la ciencia) para abrazar el espiritual (la música) fue necesariamente traumático. Achúcarro reconoce que una familia burguesa bilbaína acogía con mala cara "un hijo titiritero, pero al final creo que a mi padre también le hubiera gustado tomar la decisión que yo tomé". Joven aplicado, coleccionaba matrículas de honor en el Bachillerato, hasta que topó con la Universidad y su traumático nivel de exigencia. Una experiencia que le sirvió para su segunda (en realidad, primera) dedicación, el piano, cuando pensaba que con un poco de talento y algo de esfuerzo pudiera cumplirse la misión. El piano, como el resto de instrumentos y actividades, le construyeron un lema, "cuanto más sabes, más ignoras", que ha animado su construcción vital para bucear en el abismo desconocido del interior que, en su opinión, define el arte. Joaquín Achúcarro vuelve el lunes a Bilbao, a la ciudad que le encandila y le permite tomar tierra en el ajetreo de los días laborables (ha tocado en 56 países con 186 orquestas diferentes); al Guggenheim, donde cada vez que entra confiesa que le dan ganas de gritar para manifestar estruendosamente la majestuosidad del edificio y donde tocará ante 300 invitados (en la inauguración lo hizo ante 30.000) en un acto organizado por el Athletic en la culminación de su centenario. Otra vez el deporte en el camino, una actividad que le apasiona y recomienda y que hoy le relaciona de forma más liviana con la natación y el ciclismo. Hasta hace poco, cuando se rompió la horquilla, Joaquín Achúcarro siguió pedaleando con una bici de su tío, de 1928. Achúcarro comenzó su carrera de conciertos en Londres en 1960, tras haber ganado el año anterior el Concurso Internacional de Liverpool. Y ya no paró: medio mundo de conciertos, 19 discos, reconocimientos y premios (Comendador de la orden de Isabel La Católica, Premio Nacional de Música 1992, medalla de oro del Mérito en las Bellas Artes 1995, ilustre de Vizcaya y premio Larios 1997 de interpretación musical, etcétera). Con el piano a cuentas, Achúcarro imparte también magisterio en la Southern Methodist University de Dallas a un colectivo de diez alumnos que "trabajan como leones" y a destajo, comprimiendo en periodos semanales las actividades mensuales. Al final aquella actividad que provenía del abismo desconocido del interior que es el arte ha ratificado la primera intuición: efectivamente, no era nada fácil y exige el mismo sudor de los futbolistas, de los operarios, de los físicos. Achúcarro, ajeno a la tentación de "trestenorizar" su actividad artística, se muestra atraído por el jazz (el más grande pianista de jazz salió de los estudios de Chopin) y la bossa nova que cultiva en la intimidad. Pero se muestra atendido por la gastronomía, por el deseo de un risotto en Milán o una pizza como Dios manda en Nápoles. La gastronomía como pasión natural y la genética, los antepasados, la cultura, a fin de cuentas, como pasión general. El lunes vuelve a Bilbao, un bilbaíno que se reconoce en la ciudad liberal y descarta el cliché de la grandiosidad: "Sí me gusta llamarle al pan, pan y al vino, vino, pero también respetar las opiniones de los demás. Si a eso se puede llamar bilbainismo, lo ejerzo". Pues eso.
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