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Irak y las tentaciones de Clinton

Bill Clinton volvió a caer en la tentación de recurrir al ámbito internacional, que parece gestionar como si de un feudo se tratase, para huir de sus problemas internos. Y, de nuevo también, es el mundo árabe e islámico el que parece ser el espacio geopolítico más idóneo para dichas experiencias. ¿Cuáles son los argumentos que nos permiten hacer dicha aseveración? Por un lado, el hecho de que el presidente de Estados Unidos necesitaba desesperadamente ganar tiempo con respecto a la inminente votación sobre el impeachment.Y en ese sentido, el ataque, si bien no va a salvarle necesariamente de dicho proceso, sí le da un respiro en un momento en que la situación empezaba a tener visos muy negativos para el gobernante americano.

Y por otro lado, la constatación de que los beneficios de tal iniciativa para el derecho internacional, para la autoridad de la ONU, para la legitimidad democrática, para la mejora de la situación en Irak y para la estabilidad en el Medio Oriente son no ya dudosos, sino meridianamente inexistentes.

El ataque iniciado la noche del miércoles pasado no va a servir para derrocar al régimen de Sadam Husein; bien al contrario, le va a reforzar y a dotar en su entorno regional de una victimización de la que el líder iraquí obtendrá sustanciosos beneficios de liderazgo nacionalista para su persona y su cohorte. Y esto, entre otras razones también, porque el ataque es táctico y carece de estrategia política con respecto a Irak, dado que probablemente los norteamericanos no han encontrado una alternativa a Sadam Husein que sea satisfactoria para ellos. Asimismo, dudosamente logrará dicho ataque, que no integra acción terrestre, sus objetivos de total destrucción armamentística iraquí.

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Sin embargo, esta iniciativa que recurre al uso de la fuerza pretendiendo hablar en nombre de la comunidad internacional pero marginando a la ONU; que pretende una defensa a ultranza de las resoluciones de las Naciones Unidas pero ignorando al Consejo de Seguridad, no sólo mina la autoridad política y moral de la institución mundial, sino que muestra sin ambages que el orden internacional es el que impone una minoría sin diálogo, sin consulta y sin consenso, despreciando así el principio sustancial de la idea democrática del orden internacional que aspira a regir la ONU.

¿Es posible defender la democracia sin aplicar para ello los principios que la sustentan? ¿Es ésta la vía para conseguir debilitar a las dictaduras o para generar medidas de confianza que nos permitan avanzar en la estabilidad y la paz mundiales? ¿Es así como se refuerza la credibilidad de la ONU y de sus resoluciones? ¿Se van a defender con el mismo celo otras resoluciones nunca respetadas por otros países o el carácter selectivo de dicho celo no va sino a alimentar rencor, frustración y violencia entre quienes están esperando desde hace décadas la aplicación del derecho internacional? Creo que se impone una profunda reflexión y autocrítica sobre estas cuestiones.

Por otro lado, las consecuencias regionales de dicha iniciativa auguran desestabilidad y violencia en el Medio Oriente, dado que este acontecimiento se inserta en un contexto donde las condiciones internas de los Estados de la zona, y la política de Estados Unidos en la misma no cesan de alimentar el descontento y la radicalización. De una parte, los países de este entorno están sometidos a frágiles situaciones sociales y políticas consecuencia de los limitados resultados de las transiciones liberales emprendidas, ya que su déficit de democratización ha reducido a mínimos sus efectos integradores, en tanto que se agrandaban sus efectos perturbadores por los costes sociales de los reajustes estructurales. Éstos recaen sobre una mayoritaria franja de población "mal urbanizada" y "mal modernizada" a la que se le ha privado del Estado providencia sin proveerle de alternativas económicas capaces de satisfacer sus necesidades sociales. Asimismo, la notable longevidad de sus élites gobernantes y la falta de integración en la cosa pública de la populosísima generación de jóvenes y de las nuevas élites que la representan configuran un statu quo potencialmente muy inestable. Bien lo aprendieron los Gobiernos árabes durante la Guerra del Golfo en 1991, cuando vieron cómo sus calles se llenaban de movimientos sociales difíciles de controlar, o cómo Jordania no pudo más que apoyar a Irak, o cómo Arabia Saudí ha tenido desde entonces que afrontar un preocupante proceso de deslegitimación y un movimiento de oposición radical interna que se ha expresado a través de diversos atentados. Unido a ello, la política norteamericana en su defensa a ultranza de los intereses de Israel (y en su selectiva defensa de las resoluciones de la ONU) goza de muy mala imagen en las poblaciones árabes y, además, no ha logrado generar credibilidad impulsando el proceso de paz israelo-palestino. Bien al contrario, el presidente norteamericano se marchó de su reciente viaje a la zona sin ningún resultado, mientras que la presencia cada vez más intensiva de la CIA en los territorios palestinos, según se acordó en Wye Plantation, y el recurso a los arrestos arbitrarios -en los que no queda clara la sustantiva distancia entre oposición política (aunque sea islamista) con terrorismo-, no han hecho sino ir acumulando rabia y frustración entre los palestinos y los árabes en general.

El ataque contra Irak sin duda ha venido a aproximar la cerilla al polvorín. Polvorín que cuando se prenda deberá ser entendido teniendo en cuenta todos estos factores de tipo político, social e internacional y eludiendo la tentación de recurrir a las tan socorridas explicaciones culturalistas islámicas. La violencia que vamos a ver en el futuro no deberá ser interpretada en clave cultural o civilizacional, fruto de una supuesta patología musulmana antioccidental, o en una clave "integrista islámica" per se, porque es el alibí que sirve para, de hecho, no tener que explicar nada.

Gema Martín Muñoz es profesora de Sociología del Mundo Arabe e Islámico de la Universidad Autónoma de Madrid.

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