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Más papistas que el Papa

PEDRO UGARTE Si en la democracia clásica lo definitorio de la condición de ciudadano era el escrupuloso cumplimiento de las obligaciones públicas, en la democracia contemporánea lo que verdaderamente importa son los derechos individuales. Tenemos muchos derechos y, al final, nos creemos con derecho a todo. El celo en su defensa es hoy en día una buena excusa para atropellarlos. Durante los años setenta hubo en Europa grupos autodenominados pacifistas que sembraron de bombas las instalaciones militares norteamericanas. Las bombas siempre han estado mal, pero exaspera aún más la soberbia intelectual de denominarse pacifista mientras se acciona el detonador impunemente. Estas contradicciones de bulto prosperan sin cesar. Más reciente es la costumbre de algunos antiabortistas, que asesinan sin remordimiento a médicos que practican abortos. ¿Qué extraña coherencia a favor de la vida puede llevar a eliminarla de ese modo? Convendría un poco de humildad franciscana a tan impetuosos atletas de la moral. Muy cerca de nosotros, la política antiterrorista de determinados gobernantes les llevó a practicar el terrorismo alegremente, a pasarse el Estado de Derecho por el forro de las cartucheras, emulando de ese modo a otros asesinos que, en pro de los derechos del pueblo vasco, laminaban los derechos de los vascos, de muchos vascos individuales y concretos. De nada valen ciertas defensas de la paz, la vida o la ley si implican su inmediata voladura. Al menos habría que esperar que a esa gentuza dejara de llenársele la boca hablando de conceptos que no entiende. Uno no espera que el mundo llegue a ser un paraíso, pero sí que siga siéndolo el universo conceptual, donde las palabras guardan una claridad inmaculada. Estamos resignados a no vivir en paz, pero es el colmo que algunos pretendan apropiarse de la palabra, cuya uso corresponde sólo a los pacíficos. Ahora mismo, la muy loable intención de proteger a los animales, esos nuestros hermanos, lleva camino de desquiciar a ciertos visionarios. Pase que Barry Horne, irreductible defensor de la causa, esté a punto de palmarla debido a una huelga de hambre en favor de los ratones de laboratorio y los conejos de granja, pero estremece que la fantasmal organización Milicia para los Derechos de los Animales haya anunciado que, a la muerte del apóstol, asesinará en represalia a diez personas. Uno, que ama a los perros, e incluso, desde lejos, a los bueyes almizcleros y a los ornitorrincos, no entiende que su amor pase por la ejecución sumaria de diez científicos, o de diez inocentísimas personas cuyo único delito haya sido comer pollo al ajillo. Defender los animales mediante semejantes animaladas no entraba en el código natural de San Francisco, uno de los santos más simpáticos de la historia, cuyo ejemplo resulta, sin embargo, tan difícil de seguir. Recientemente, panfletos aparecidos en las calles amenazaban a políticos vascos del Partido Popular bajo la lúgubre leyenda "Asesino, lo pagarás caro". Lo curioso es que el resto del texto venía trufado de arrobas para aludir a "l@s prisioner@s polític@s vasc@s", en exquisita demostración de que, por mucho que el derecho a la vida nos importe un carajo, somos terriblemente sensibles a la gramática sexista. Estremece que los derechos sean una lista a la carta, de donde cada uno toma lo que prefiere (generalmente lo accesorio) y desprecia lo sustancial. A partir de ahora habrá que tener cuidado ante cualquier defensor de los espacios sin tabaco, de las gacelas de Thompson o del legítimo acceso de los minusválidos a las canchas de baloncesto, porque detrás puede esconderse un honesto y responsable ciudadano o simplemente un fascista inclinado a la retórica. En materia de derechos, estamos rodeados de individuos que pretenden obtener el doctorado cuando aún no han aprobado la primaria.

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