Feliz gastronomía
ENRIQUE MOCHALES ¿Qué pescado es más sano, el blanco o el azul? Si usted lo sabe, enhorabuena, porque yo no tengo ni idea. Creo que primero se dijo que el azul, después una contraorden defendió el blanco, y viceversa, y se me ha olvidado cuál de los dos es preferible consumir. Las informaciones sobre los alimentos, con los últimos descubrimientos científicos, varían, y se hace complicado determinar, por ejemplo, si el pan engorda, ya que un informe de nutrición lo desmintió hace poco, con el argumento de que los hidratos de carbono producían sensación de hartazgo, y así se come menos. Las calorías suben y bajan como locas, y con el paso del tiempo nos enteramos de ciertas propiedades de los alimentos que antes no conocíamos, como que el café recién hecho previene del cáncer, y el yogur también, y un vasito de vino al día es bueno incluso contra los derrames cerebrales, etc. A mí me sacan de que la zanahoria es buenísima para la vista y las ostras afrodisiacas, y estoy perdido. Ahora aconsejan consumir sal yodada porque combate el bocio y es buena para el intelecto. Incluso han distribuido panfletos por los buzones, para que nos lancemos a su consumo, como si fuera un asunto de Estado. Por estas fechas se convierte en un detalle de mal gusto evocar qué es lo que se llevarán a la boca, por ejemplo, en los días señalados, las víctimas del huracán Mitch. Seguramente a ellos les da igual que el pescado sea azul o blanco, que el café prevenga del cáncer, que un vasito de vino acorace contra los derrames cerebrales y que la sal yodada sea buena contra el bocio. Porque estas informaciones, estos nuevos descubrimientos relativos a las virtudes de ciertos alimentos sólo nos sirven a los países en relativo buen estado, y no a los que están en vías, o en vías muertas, de desarrollo. Al que sólo piensa en llenar el agujero negro del estómago le dan igual las terapéuticas propiedades alimenticias, e incluso comería con gusto carne de vaca loca, o los restos de pizza que se acumulan en las basuras de los vecinos norteamericanos, o las lechugas podridas que se apilan en cajas a las puertas de un supermercado bilbaíno. Este saber comer, tan científico, de los informes que versan sobre las propiedades de los alimentos es un campo de luces bastante elitista, nunca al alcance de todos los aparatos digestivos. Es una sofisticación de aquellos que podemos tener acceso a todo tipo de alimentos, como lo era la refinada leche de burra para Cleopatra a la hora de bañarse y conservar su piel eternamente joven. Pero, eso sí, se confirma siempre que no hay nada como nuestra dieta y la siesta, aunque claro está, como dijo el sabio, que no podemos exigir al resto del mundo el grado de civilización al que nosotros hemos llegado. Y hablemos de nuestra rica dieta navideña. No sé si en otros países del mundo se consumen durante las fiestas las angulas, que deberían prevenir de los mosqueos con sinuosa habilidad, porque hacen adelgazar sobremanera la cartera del que las paga, y no sería descabellado que le provocasen un firme deseo de aprovecharlas y digerirlas en absoluta concordia. Qué digamos de los caracoles a la vizcaína, que son excelentes como manualidad: el vaciado de las cáscaras resulta un ritual relajante y el ligero picantillo favorece la ingesta de buen vino o cava. Para qué hablar del besugo, que es capaz de evitar que alguno se comporte como un ídem. O del bacalao, que tiene la desconocida propiedad de ahuyentar un silencio submarino. O de los langostinos, que predisponen a la finura de espíritu. Y por fin el turrón, que permite morder duro al que ha sacado los dientes durante todo el ágape. Estas mágicas virtudes están rigurosamente basadas en los textos culinarios de los antiguos gourmets. Claro, no siempre es verdad. Pero a dichos alimentos, típicos de estas fechas, no deberíamos negarles del todo ciertas propiedades que influyen en el ánimo. Ya que nos comemos la Navidad, durante la cual el consumismo salvaje es paradójicamente un síntoma de civilización, demos gracias a Dios o al que invita, que diría mi abuela. Buen provecho.
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