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Aravaca dominicana

"Qué gente tan mala... Ésa a la que dejamos al cuidado de nuestros niños". Benito Rabal.Four Roses, carretera de La Coruña, 13 de noviembre de 1992.

Lucrecia Pérez, una joven mujer dominicana, descansa por fin de un duro día de trabajo. Quizá se considere a medias una mujer con suerte, pues ha conseguido salir de un país en el que a diario se le imponía la miseria y logra enviar hasta allá un poco de dinero que supone la supervivencia y el futuro de su pequeña hija.

Seguramente, cuando cene esa sopa y se disponga a dormir, nada más cerrar los ojos, sea la cara de su niña la que la acompañe a unos sueños mejores; acaso también las manos, seguramente rudas y nostálgicas, de un esposo que también quedó allá, porque la suerte que tienen las mujeres caribeñas es que son dulces y animosas y el Viejo Mundo las reclama más fácilmente, sobre todo para cuidar de sus niños y de sus ancianos. Saberse querido por alguien aunque esté lejos no es la peor manera de dormirse a solas.

Las cosas pueden ir todavía mejor, Lucrecia puede prosperar, porque aún no ha encontrado una casa que la contrate interna, una casa confortable con calefacción y una pequeña habitación para ella que a lo mejor hasta tiene televisor, una casa en la que los señores sean personas amables que la respeten e incluso le hagan un pequeño regalo por Navidad. Las cosas pueden ir mucho mejor: seguro que en un tiempo podrá enviar más dinero a su país, quizá su pequeña hija pueda estudiar algún oficio, Lucrecia se esforzará para que no sepa de la miseria tanto como ella. A lo mejor hasta encuentra también un empleo para su esposo y toda la familia pueda venir a vivir en un país digno y civilizado, lleno de oportunidades para los que quieren trabajar. Entonces no tendrá que ocupar ese frío camastro en la discoteca abandonada que comparte con otros compañeros, valientes como ella porque han tenido el coraje de materializar sus sueños a bordo de un avión que ha cruzado un océano de incertidumbres. La Fuente, carretera de Castilla, 7 de diciembre de 1998.

Es una noche animada, porque mañana es festivo. Si Lucrecia Pérez no hubiera sido cobardemente asesinada por una pandilla de indeseables, quizá estuviera aquí tomando ron con los amigos, bailando esa salsa que llevaba en el cuerpo, desplegando esa alegría que a los caribeños les sale tan fácil cuando las cosas no van del todo mal. Porque en seis años seguro que Lucrecia habrá encontrado trabajo de interna en una buena casa y a lo mejor hasta estará en La Fuente divirtiéndose con su esposo, con quien habrá logrado reunirse por fin en este país digno y civilizado. Se les verá contentos, porque poco a poco y con esfuerzo las cosas van cada vez mejor: ya él trabajando regularmente en lo de las mudanzas y la niña creciendo, desconcertada y saludable, entre dominicanos pero también entre españoles, porque lo mejor es integrarse y que la niña pueda llegar a ser uno de ellos. Lucrecia estará guapa esta noche, como sus amigas, porque las caribeñas saben que el brillo de la bisutería y el esplendor de su melena negra forma parte de su dignidad, de ese candor que obliga a los más pobres a estar bien arreglados para celebrar el lujo del descanso.

Y mañana se irán a comer algo dominicano a La Cueva y a ver cómo les van las cosas a los otros y si se puede echar una mano a los que llegan nuevos. Y después pasarán la tarde en la plaza de la Iglesia, donde siempre han pasado el rato los pobres, porque los pobres no tienen jardín privado pero sí tienen, como todo el mundo, ganas de estar con los amigos, de escuchar música para convocar buenos recuerdos, de ver jugar a sus niños, de reír, de enamorarse. Y porque con el Caribe no puede ni el cierzo de la sierra.

Y acaso Lucrecia Pérez se cruce, sin reconocerlo, con su asesino; sin saber que su asesino está de permiso y que es un asesino ideológico, susceptible de reincidencia; acaso no recuerde, en un día en que está tan contenta y se ha puesto tan guapa, que murió cobardemente asesinada una noche, por ser extranjera, negra y pobre.

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