El asesinato de Aitor
AITOR ZABALETA, un joven socio de la Real Sociedad, fue apuñalado el miércoles en las puertas del estadio madrileño Vicente Calderón. Falleció horas después, en la madrugada del jueves. Quienes lo mataron son presumiblemente miembros del grupo Frente Atlético, una turba de hinchas radicales que han protagonizado incidentes graves en los atardeceres de borracheras y provocación con que suelen acompañar sus visitas a los estadios, juntos o en compañía de otras tribus futbolísticas tan violentas como ellos. En manada, insultaron y acosaron al joven donostiarra y a su novia hasta que consiguieron clavarle una navaja en el corazón.En este asesinato hay unos culpables y más de un responsable. No basta con recurrir al paro y a la marginación para explicar la violencia en los estadios. En los últimos años, el fútbol se ha convertido en el vórtice de ideologías radicales y pasiones desatadas, mientras muchos dirigentes futbolísticos, irresponsables y mal preparados, asistían pasivamente, cuando no estimulaban, la contaminación política de la ya de por sí inestable visceralidad futbolística. Las bandas de extrema derecha y los jóvenes nacionalistas airados se han convertido en parásitos indeseables de las aficiones de los clubes más poderosos. El resultado de esta mezcla explosiva de ideologías fanáticas y racistas con la exaltación futbolística es una escalada aterradora de violencia. Desde 1990 se han producido 12 apuñalamientos y tres muertos en el mundo del fútbol, sin que las apelaciones a la cordura y las blandas, cuando no hipócritas, regañinas a las hinchadas hayan servido más que para exacerbar su ferocidad.
Los clubes no pueden negar su responsabilidad en esta escalada. Frecuentemente han subvencionado y apadrinado a sus seguidores más violentos con el pretexto de la necesidad que tienen los equipos de percibir el calor y el color de las gradas. Las mezquinas excusas de Jesús Gil, atribuyendo a una minoría irracional el asesinato de Aitor Zabaleta y eximiendo al Atlético de Madrid de cualquier responsabilidad son inadmisibles; son los presidentes y directivos como él, con sus ademanes de matasiete y sus insultos soeces, los que cargan la violencia de sus seguidores más desequilibrados o politizados. Gil no es el único, pero sí el más notorio de esos dirigentes que han contribuido a convertir el fútbol en una distracción para fieras.
Es posible extremar las medidas de seguridad y ampliar o mejorar los sistemas de prevención de la violencia futbolística. Pero esta espiral que azota hoy el fútbol no acabará mientras los presidentes y directivos de los clubes no den ejemplo de comportamiento cívico y deportivo, democrático en suma, a sus aficiones. Tal ejemplo incluye rechazar y denunciar, a la policía y a la opinión pública, a las bandas de facinerosos que se escudan tras el fútbol para escribir con sangre un mensaje de terror del que abomina la sociedad democrática.
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