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Operación senatorial

Ya se ha resuelto la crisis de renovación del Tribunal Constitucional; ya tenemos los cuatro nombres de personas que sustituyen a las cuatro a las que correspondía cesar en febrero de 1998; diez meses de retraso, que no es poco.La designación, en el presente caso, corresponde al Senado; éste, por tanto, se ha retrasado diez meses en el cumplimiento de una importante función que tiene plazo para su ejercicio. ¡Ah!, pero es el Senado. Cualquier ciudadano sabe por experiencia lo que le sucede si no cumple ciertos plazos perentorios; por ejemplo, para el pago de impuestos, pueden llegar a embargarle. Aquí, el incumplimiento del plazo no conlleva sanción: de modo que el Senado, tan contento, como si hubiera hecho el trabajo a su debido tiempo.

O quizá los senadores, encabezados por su presidente y mesa, están avergonzados por el retraso; no hay modo de saberlo, porque no aparecen signos externos de compunción. También podría suceder que estén ocultando su abatimiento, para no aparecer como gentes de poco ánimo, lo que entristecería a los electores. Hasta podría pensarse que han sido diez meses de dolor, intentando, los pobres senadores, hacerlo lo mejor posible, desasosegados por la responsabilidad que cae sobre sus cabezas, ahí es nada, cuatro miembros del Tribunal Constitucional. Ya podrían informarnos sobre el particular, porque los espectadores no tenemos noticia; más bien tenemos motivos para pensar que en tan largo plazo, y ante la dificultad de la tarea, los senadores no han hecho nada, sólo sufrir y esperar a que de algún lugar apropiado llegara la solución.

Durante tan largo periodo de incubación llegaban noticias de que quizá el secretario general de un partido le había planteado el asunto al presidente del Gobierno, o que se hablaba del asunto entre peces gordos de ambos importantes partidos que, por supuesto, nada tenían que ver con el Senado; y éste, paciente, a la espera de la iluminación exógena. Sólo al final, en el último tramo, han aparecido dos senadores en la "negociación"; a alguien le ha debido dar lástima la situación, y designaron a esos dos senadores no, por supuesto, como delegados de los inquietos senadores, sino como representantes controlados de los mandamases de los partidos en cuestión. Y que nadie piense que aquí hay ojeriza antisenatorial; lo cierto es que ha podido ser el Congreso, que también tiene su cuota de designaciones del Tribunal; cuando se trata de Senado o Congreso, el retraso es un uso, el abuso hecho uso.

Ya es sabido que, frente a las apariencias que se explican en las aulas, los senadores (y diputados, y diputados autonómicos) están sujetos por mandato imperativo, no a los electores, sino a los dirigentes de sus respectivos partidos. En consecuencia, los senadores, en este caso, han hecho lo que parece más lógico y propio de gentes bien mandadas: esperar órdenes; y lo cierto es que nadie duda de que cumplirán las órdenes con disciplina, plácido semblante y buena conciencia. De manera que si, en este caso, no se han ganado el salario por su laboriosidad, sí al menos por su disciplina.

Pero hay algún detalle que quizá pudiera considerarse: la Constitución dice que corresponde al Senado la designación de cuatro miembros del Tribunal, otros tantos corresponden al Congreso. Después, hay cuota del Gobierno, y del Consejo General del Poder Judicial; nada que decir de estos dos últimos: cumplen los plazos y deliberan de acuerdo con su modo propio de funcionamiento; el Gobierno, en secreto; el Consejo, de modo no público. Pero cuando la Constitución establece competencias de Senado y Congreso exige algo más que una votación secreta, como suelen serlo todas las que establecen designaciones (presidente del Gobierno, defensor del Pueblo, etcétera); es decir, una deliberación pública para esa selección entre candidatos; si no fuera así, bastaría que la Constitución hubiera deferido el asunto a los dirigentes de los partidos con representación parlamentaria; pero lo que está haciendo es ordenar a Senado y Congreso que hagan una elección.

A título personal, tengo la más alta estima de los designados; a algunos de los cuales me une un antiguo aprecio profesional y aun personal; y lo mismo puedo decir de algunos de los barajados y no designados. Pero tendríamos que conocer todos, políticamente, las razones de los senadores para designar o rechazar.

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Porque por ahora no hay ni que presentar públicamente el currículo de los aspirantes, que, además, tienen derecho a saber, cuando alguien les rechaza, por qué lo hace; es lo menos que se debe a personas de benemérito recorrido profesional.

De modo que, llegado el caso, sería de desear que senadores y diputados resuelvan en plazo y en público y que no den muestras tan obvias de la inanidad de su función.

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