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Tribuna
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Natzaret

La tragedia acontecida el viernes pasado en Natzaret puede ser cualquier cosa, pero no una fatalidad. Cierto es que, ateniéndonos a la secuencia de los hechos, es posible que este grave episodio no se hubiera producido, en tales circunstancias al menos. Bastaba para ello que determinado taller de reparaciones localizado en la calle de Algemesí de la citada barriada hubiese acatado en su ya remoto día la orden municipal de cierre, o que el trámite judicial para clausurarlo por su situación irregular no se hubiera demorado tantísimo. Sin taller ni camión maniobrando por esa calzada en ese fatídico momento no estaríamos ahora lamentando dos muertes y sus horrorosas agravantes. Un razonamiento de esta naturaleza puede resultar confortante para quienes prefieren endosarle al manido destino las responsabilidades que no se asumen. La alcaldesa de Valencia y el partido que gobierna la ciudad, por ejemplo, han de sentirse tentados por este recurso metafísico que les exime de culpas. Ha pasado lo que tenía que pasar y nada más se podía hacer, piensan en su fuero y aún declaran. Bueno, se puede hacer y se ha procedido a reforzar las dotaciones de policía en la barriada, al tiempo que se presiona un poquito más a la Autoridad Portuaria para que libere cuanto antes de contenedores ese paraje y se atenúe el tránsito de vehículos pesados. Mero maquillaje de urgencias para salir del paso. En realidad todo seguirá casi igual porque la política municipal vigente no está diseñada para afrontar los problemas de la ciudad allí donde pierde o se desfigura su nombre y, además, los votos no son propicios para quien tiene la sartén por el mango. El mogollón inversor y el énfasis gestor se polariza en otros espacios urbanos más atinentes para el despliegue y el negocio inmobiliario. Puede alegarse, y con razón, que en Natzaret se han registrado algunas mejoras. Pero no es menos cierto que son muy modestas y que han sido arrancadas, más que promovidas, por la tenacidad vecinal y no como fruto de un plan estratégico, de una voluntad política de redistribuir la prosperidad e integrar estos reductos marginados. Simple limosneo. Los grandes problemas se perpetúan y algunos se agudizan. Estos días, y a propósito del luctuoso trance que glosan estas líneas, la opinión pública ha podido percibir cuál es el fermento que decanta estos aciagos extremos: urbanismo suburbial, tráfico de drogas, tensiones étnicas, impotencia administrativa e incluso policial, a lo que puede sumarse la sensación de estar dejados de la mano de Dios, al tiempo que asfixiados por la expansión del puerto. Aunque constatar esta sensación requiere pisar aquellas plazas y dialogar con sus gentes, una aventura que resultaría muy aleccionadora para el distinguido grupo edilicio que nos gobierna, si bien la alcaldesa Rita Barberá, tan popular ella, no parece estar por la labor, pues bien ha de constarle que no es grata en aquel flanco de la ciudad. Ya comprendemos que el trepidante desarrollo de Valencia que el Ayuntamiento cultiva responde a un modelo inspirado en la megápolis, en el espectáculo arquitectónico antes que en las aflicciones y bienestar de los ciudadanos de carne y hueso, presuntos beneficiarios del medro ajeno. Lo que se vende y queda para la posteridad es Norman Foster. Pero si se ponen todos los empeños en el mismo platillo, en el otro aparecen abogados como Sanz de Bremond, especialista en casos truculentos, patéticos y fatales, y ciudadanos cabreados, y un hipócrita homenaje a los derechos humanos.

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