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Bagatelas

Confieso mi gusto por las cosas inútiles; yo mismo llevo camino de ser una de ellas. Debe de ser afición o tendencia de los viejos que en las minucias y baratijas encuentran el rastro perdido de remotas manías. Como paseante en Corte que todavía puede mover las tabas con soltura -evitando las cuestas arriba, claro-, callejeo por la ciudad sin prisas, como si viviera en una capital de provincias a finales del siglo XIX, indiferente ante los escaparates que ofrecen la última degeneración de ordenadores -aunque hace años me sirvo de uno de ellos para mis espaciadas tareas-, aparatos electrodomésticos, pastelerías y agencias de viajes.Debido a un confuso reflejo condicionado, miro de reojo las tiendas de lencería y la abigarrada oferta de los videoclubs. Lo que de verdad me atrae son esos comercios supervivientes que hacen almoneda de lo superfluo, aquello inservible, que un día tuvo poco valor o ni siquiera se hizo para ser trucado por dinero u otras cosas. Hoy, gracias a estos residuales baratillos puede saciarse una de las más arraigadas condiciones humanas, algo que también nos separa de los seres irracionales. El hombre no es sólo el único animal que hace negocios (ningún perro cambia su hueso contra el hueso de otro), sino el que conserva y almacena cosas inanes. Ni siquiera las urracas; en todo caso se les parecen algunas mujeres -conocí un par de ellas- que sienten un desordenado impulso por apoderarse de lo que brille o tenga curso legal.

Todos coleccionamos algo que esté al alcance de nuestras posibilidades y esos lugares proporcionan una amplísima oferta de cosas generalmente asequibles. Ensartando las calles del Madrid decimonónico que están detrás de la Gran Vía, recorrí la de la Libertad, hermoso nombre que tantas heroicidades y tonterías ampara. Allí se encuentra la Casa Postal, cuya principal actividad, aunque no la única, es precisamente el tráfico de tarjetas postales. Poca gente envía tarjetas postales, porque cada vez nos relacionamos menos por escrito. Ahora incluso las que se remiten van en sobres, como si desconfiáramos del cartero, de las vecinas o de presuntos coleccionistas.

La propuesta es muy amplia. Relojes de bolsillo abultados, de plata o de acero, copas, cálices, cocteleras, cajas de latón que contuvieron carne de membrillo, cigarrillos turcos, jaleas, betún o agujas fonográficas; algún catalejo, guardapelos, timbres de mesa (ese que sale en las películas americanas para llamar al conserje del hotel, que suele estar dormido o asesinado), tinteros, tampones para sellos de caucho, secantes de balancín, al lado de un variadísimo surtido de placas. "Ventas al contado", "Se prohibe escupir", "Peligro de muerte", "Precio fijo", "Gas en cada piso", "Asegurada de incendios", "Cuidado con los rateros" y tantas útiles exhortaciones como se le hacían al ciudadano. Muñecas de porcelana, de cartón o de trapo, sifones imaginativos, barómetros y la presuntuosa declaración de una señora estupenda -gordita, por supuesto- que proclama usar ronquina Nacarina. Imposible enumeración pormenorizada. Bajo la mirada suspicaz del dueño o encargado intentamos curiosear entre una pila copiosa de retratos personales: el soldado con aire pasmado, la fotografía de boda, entonces obligatoria, al menos obligada; la niña de primera comunión, el grupo familiar en torno a un señor con mostachos y una dama pechugona, también con bigote, apenas retocado; la composición sublimemente cursi de un sujeto con el pelo rizado, incluido en una nube rosa, bajo la leyenda "Pienso en ti". Todo esto se repite en otros establecimientos similares. Hay uno en la zona de la Puerta del Sol y otro, también abigarrado y entrañable, en un entresuelo de la calle Almirante, cerca de Recoletos.

Ofrecen frasquitos de perfume -vacíos-, linternas, etiquetas de hoteles, condecoraciones, cajas de hojalata, vasos de balneario, litografías, gafas graduadas, sacacorchos, menús, programas de cine o teatro... Es un fascinante universo que reaviva memorias lejanas. Y sirve para completar cualquier colección o para iniciarla. Usted, sí, usted puede ser un barón Thyssen de vía estrecha, a poco que se lo proponga.

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