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A vueltas con el melón

Después de todo, es posible que esos italianos que quieren dar un giro presidencial a su parlamentarismo tengan algo de razón. Los amigos que tengo en Italia, en general gentes de mi gremio y de mis ideas, ven con poca simpatía esa propuesta, pero quizá su postura esté condicionada por las turbias intenciones que no sin razón atribuyen a los autores de la propuesta; o quizá la situación de Italia no sea en este punto la misma que entre nosotros. En todo caso, una vez abierto el melón de la Constitución, para decirlo con la elegante metáfora que nuestra clase política utiliza sin rubor, tal vez valga la pena abrir también aquí este debate. No, desde luego, para hacer revivir, si está ya olvidada, o tomarla en serio, si no lo está, la famosa tesis según la cual la salida de la dictadura se hizo en falso porque no nos condujo a una república presidencialista: una cosa es criticar la realidad en nombre de la razón y otra ignorarla en alas de la fantasía. El debate que sugiero no tiene por objeto la forma del Estado, sino la del Gobierno, y no debería servir para condenar la realidad en nombre de una ficción. Muy al contrario, su razón de ser, si la tiene, está en la conveniencia de plantear en el plano de la teoría lo que ya se está haciendo en la práctica, con la esperanza de que esa reflexión pueda servir para alumbrar normas que, sin cambiar esa práctica en lo esencial, corrijan algunos de sus defectos más evidentes. Nuestra práctica está ya en efecto fuera de las pautas propias del régimen parlamentario. No porque los diputados carezcan de libertad de criterio frente a sus partidos, pues aunque efectivamente no la tienen, o la tienen sólo en muy escasa medida, eso es realmente lo que ha sucedido en Europa desde la instauración del sufragio universal. Si la subordinación del parlamentario individual a la dirección del partido fuera incompatible con el parlamentarismo, habría que concluir (y por supuesto ésa es la conclusión a la que han llegado algunos autores ilustres) que el parlamentarismo fue flor de un día y finalizó cuando la vida política dejó de estar monopolizada por un puñado de notables cuya situación económica y social les permitía mantener una absoluta independencia en la defensa de sus ideas y, claro está, de sus propios intereses. Nuestro distanciamiento del modelo parlamentario viene de otra causa que, aunque conectada con la anterior y que por eso tampoco es absolutamente nueva ni absolutamente española, opera entre nosotros con especial intensidad. El predominio del Gobierno sobre el Parlamento es un hecho en todos los países europeos y en casi todos ellos es patente la tendencia a concentrar el poder del Gobierno en su jefe y a difuminar en consecuencia el carácter colegiado de este órgano. Sea en razón de la larga interrupción de nuestra vida parlamentaria, sea en razón de alguna peculiaridad de nuestra cultura política, en ninguno de ellos se presentan sin embargo estos rasgos con la cruda brutalidad con la que aparecen entre nosotros. Aunque me falta información para decirlo con rotundidad, creo que en ninguno de ellos se ha aceptado con la naturalidad con la que se la ha aceptado en España una iniciativa tan escasamente compatible con el parlamentarismo como la de elegir en unas primarias al candidato de un partido a la presidencia del Gobierno.No es sin duda la única prueba de la deriva presidencialista de nuestro sistema político, pero sí, creo, la más incontestable. La victoriosa resistencia del actual jefe del Gobierno español a que la presente legislatura de las Cortes Generales se abriese oficialmente antes de que él hubiese tomado posesión de su cargo, tiene seguramente el mismo significado, pero su incongruencia con la lógica propia del parlamentarismo se sitúa en un plano más bien simbólico. Podría pensarse que fue ésta la razón de que pasase casi desapercibida pero en la mucha literatura producida en torno a las primarias, cuya incongruencia con esa lógica es ya muy directamente operativa, tampoco se ha prestado mucha atención a este aspecto del problema. Si los españoles no ven ese aspecto es porque para ellos no existe; porque son (o somos) daltónicos para la diferencia entre parlamentarismo y presidencialismo. Quizá no sea malo. Quizá en esto, como en la recepción de ciertas tecnologías, el llegar tarde tenga la ventaja de hacer más fácil la incorporación al último estadio del desarrollo. Conviene saber, sin embargo, que antes hubo otra cosa y que esa realidad anterior es la que todavía refleja nuestra Constitución, cuya estructura es por eso poco adecuada para asegurar, frente a una realidad distinta, lo que son finalidades permanentes de la democracia: la responsabilidad de los gobernantes, el control del poder, la transparencia en el proceso de adopción de decisiones, la igualdad de oportunidades de los partidos, etcétera.

La divergencia entre la lógica del parlamentarismo y la de la elección "primaria" a un candidato a la presidencia del Gobierno es tan evidente que casi da vergüenza recordarla. Desde 1979 hasta 1996 en cada una de las elecciones generales, los españoles hemos sabido siempre que la contienda que nuestros votos habían de decidir era en esencia la que oponía a los distintos candidatos a la presidencia del Gobierno, a los que simbólicamente (y desafortunadamente, pero ésta es otra historia) se les ha hecho ocupar el primer puesto de la lista por Madrid. Pero hasta ahora estábamos en el terreno de la probabilidad y el deseo, no en el de la obligación jurídica. En circunstancias complejas, como las que en cierto sentido existieron entre 1993 y 1996, no hubiera sido imposible por eso que, para conseguir el Gobierno o conservarlo, un partido decidiese encomendar la presidencia a una persona distinta, o para decirlo en términos formales, aceptar que el Rey hiciera a las Cortes una propuesta de este género. Con las famosas primarias, esa posibilidad ha desaparecido. No se trata, claro está, de que el Rey, que formalmente no tiene más limitaciones que las puramente procedimentales, haya perdido una libertad para optar que materialmente tampoco antes tenía sino de que la ha perdido el partido que ha celebrado las primarias. Si, por acudir a un ejemplo tal vez improbable pero en absoluto imposible, el PSOE resultara ser el partido más votado en las próximas elecciones pero necesitara para gobernar los votos de CiU y éstos se ofrecieran para formar un Gobierno sólo a condición de que éste no estuviera encabezado por Borrell, los socialistas tendrían que renunciar a ese apoyo y al Gobierno. O más probablemente, puesto que es ontológicamente imposible que un partido haga esa renuncia, pisotear, para conseguir lo uno y lo otro, las obligaciones que tanto Borrell como los órganos del partido han asumido formalmente ante sus propios militantes y por extensión ante sus electores. Nada muy nuevo, se pensará tal vez, pues cosas más gordas hemos visto ya. Se me concederá, pese a todo, que hay una diferencia de matiz, pero si se piensa que no la hay, más a mi favor. Si se entiende que el nombramiento del presidente del Gobierno es ya hoy en España simple confirmación formal de una elección hecha directamente por los ciudadanos y que la función de las Cortes es tan simplemente litúrgica como la del Rey (y Pasa a la página siguiente

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acaso más), ¿qué se gana con mantener la ficción de que elegimos sólo diputados y senadores y que son sólo aquéllos los que eligen al presidente del Gobierno y lo mantienen en el cargo mientras no le retiren su confianza?

La ficción no es necesaria para fundamentar el control parlamentario del Gobierno, y en la actualidad más bien perturba su ejercicio. Aunque nuestros papanatas tienden a exagerarla, seguramente la eficacia del Congreso norteamericano para controlar a su Administración no es inferior a la de nuestras Cortes Generales, cuya voluntad eficaz, que es la de la mayoría, está más interesada en defender al Gobierno que en criticarlo. Sería ingenuo creer que ese interés desaparecería si la vida del Gobierno dejase de depender de la confianza de las Cortes, pero parece razonable pensar que la eliminación de esa dependencia suprimiría la justificación más decorosa de tal interés y probablemente contribuiría a reducir su intensidad. De otro lado, y como es bien sabido, la dependencia de los Gobiernos respecto de sus Parlamentos es una relación abstracta cuyo contenido real viene dado por el sistema de partidos. En condiciones normales, el Gobierno puede contar siempre y en todo caso con la confianza de su partido y nunca con la del partido de la oposición, con lo que sólo una revuelta interna de aquél (en caso de bipartidismo puro) o una modificación de la coalición gubernamental (en los demás casos) puede privarle de la confianza "de las Cortes", cuya existencia o inexistencia es simple reflejo de las relaciones entre partidos, o eventualmente dentro del partido mayoritario. Naturalmente, no hay democracia real sin partidos, ni cabe prescindir de ellos sin arruinarla, pero también es necesario protegerla contra sus excesos, y es dudoso que nuestra situación actual sea la mejor para conseguirlo.

Es esta situación la que convierte al grupo parlamentario del partido del Gobierno en simple correa de transmisión de la voluntad de éste en el seno de las Cortes, con lo que se altera sustancialmente el sistema de división de poderes, se convierten en simplemente absurdas algunas de sus proyecciones y, para decirlo de la manera más suave, se reduce enormemente la eficacia del control parlamentario del poder. En una situación distinta, en la que el presidente del Gobierno obtuviera su poder directamente del voto de los ciudadanos, es difícil, creo, que éste pudiera emplear una fórmula tan esperpéntica como la de atribuirse a sí mismo, mediante decreto-ley, créditos no previstos en el presupuesto aprobado por las Cortes. Es la que se está utilizando aquí, desde hace más de un año, para autorizar créditos por valor de cientos de miles de millones de pesetas. Quizá, al llegar aquí, el lector se diga que, sean cuales sean las razones que avalan la conveniencia de pasar de un parlamentarismo puro a un parlamentarismo "racionalizado" adecuado a las exigencias del sigloXXI, el debate que sugiero no hace más que añadir confusión a la confusión. Que esa conveniencia no tiene nada que ver con nuestros problemas principales ni pensaban en los problemas que yo denuncio quienes han preconizado, o propuesto, o aceptado con resignación, la célebre apertura del no menos célebre melón. Esto último tal vez sea cierto, aunque la sola sospecha sea poco halagüeña para nuestros políticos; lo primero, en modo alguno. Para mis amigos liberales de la Facultad de Derecho de Tel Aviv, con los que hace ya muchos años discutí este tema, la principal ventaja que una elección directa del presidente del Gobierno tendría en Israel era precisamente la de liberarlo de la hipoteca que sobre él hace pesar la necesidad de contar con los votos de que disponen en la Knesset los pequeños partidos integristas. Como ya he ocupado más espacio del que en principio debía, dejo al discreto lector la fácil tarea de transponer aquí el argumento. Aunque es una asociación tentadora, ni siquiera es necesario para ello partir de la idea de que si el nacionalismo es, como tantas veces se ha dicho, una religión del sigloXX, quizá no sea disparatado pensar que también aquí, en España, tenemos partidos integristas.

Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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