Terceras víasJOSEP RAMONEDA
Se anuncia la reapertura del Zúrich y lo que destaca la prensa es que se ha reconstruido casi tal como era. Recurrente necesidad de legitimar lo que es por lo que fue, que no ha impedido, sin embargo, que otros muchos lugares cayeran sin derecho a una segunda oportunidad. El dinero siempre ha sido más poderoso que la melancolía. Otro simulacro. Estamos tan acostumbrados a la copia que nos creemos que porque tenga la misma decoración será el mismo café. O, por lo menos, es lo que nos interesa creernos. Y así lo han entendido políticos y empresarios. Antes que el drama especulativo del Zúrich tuvimos la tragedia ígnea del Liceo. No fue difícil encontrar los consensos para decidir la reconstrucción en el mismo sitio y con el mismo estilo en sus espacios más emblemáticos. Una decisión políticamente perfecta. Prueba de ello es que el Liceo ya está casi para inaugurar, mientras que en otros países, en casos parecidos, aún están discutiendo el dónde y el cómo. Si la política es eficacia y reconocimiento ciudadano, la apuesta es inobjetable. Y, sin embargo, culturalmente es más que discutible. ¿No tenía esta ciudad, que alardea de ser potencia mundial en materia de arquitectura y urbanismo, capacidad para encontrar un lugar e inventar un teatro? La cuestión ni siquiera fue considerada pertinente porque la intuición de los políticos demostró ser más rápida que la de los creadores. Y en un santiamén se situó el debate en términos de hechos consumados. Los políticos saben que nada reconforta tanto como la fantasía de recuperar lo perdido en idéntica condición. Resucitar es la palabra. Juguemos con lo imposible. Pensar que el nuevo Liceo será el de antes, por mucho que se le parezca, es una ilusión, como lo es pensar que el Zúrich es el mismo que cerró para poder construir El Triangle. Los lugares, además de lo que parecen, son lo que ocurre en ellos. El Zúrich tenía la curiosa peculiaridad de ser un rincón aislado en una manzana maldita, perfecta atalaya para observar el frenético ir y venir de turistas y consumidores, con derecho a creerse ajeno a la histeria. Ahora es un café adosado a una fábrica de compradores, un lugar especializado en producir ciudadanos para comprar. De modo que es previsible una mutación significativa entre sus habituales. Nada es lo mismo, por mucho que nos guste creer lo contrario, por mucho que nos tire la pasión por el anacronismo. ¿Por qué tanta desconfianza con las fuerzas del presente? ¿Por qué tanto miedo a perder pátinas del pasado en los trayectos de la ciudad moderna? Ciertamente, el edificio del Triangle, en el que se incrusta el nuevo Zúrich, no es un alegato a la confianza. La ciudad del diseño no debería permitirse desaprovechar una oportunidad como ésta. Han construido un edificio tan incoloro, inodoro e insípido que llega a hacer interesante uno de los más prominentes mamotretos de la ciudad, El Corte Inglés que tiene en frente. Con experimentos como éste será difícil llevar la contraria a los conservacionistas militantes. De un tiempo a esta parte la gente de dinero de este país ha optado por situarse detrás del mostrador, para dar todo el protagonismo al escaparate para todos los gustos. No se abren tiendas, sino franquicias; no se hace arquitectura, sino envoltorios de marcas. Y las marcas tienen un principio sagrado: no ofender. Sin riesgo, no hay gusto. ¿Es este miedo el que hace que la ciudad se acantone en los simulacros? Si la franquicia es un simulacro para vender un producto idéntico en cualquier rincón del mundo, ¿resistir a la franquicia requiere construir los propios simulacros, confiando en que la repetición de las formas determine los usos? ¿O más bien el Zúrich es la torna necesaria para seguir dando legitimidad al proceso sin fin de convertir la ciudad en un jardín de un millón de franquicias? Puede que el nuevo Zúrich no sea más que una metáfora de las terceras vías. El resultado de sumar el café de la Ópera y el café de Francesco y dividir por dos. Lo más semejante el cielo, conforme al diseño de Anthony Giddens. Una ornamentación socialdemócrata para hacer más confortante (más bienestante, si se me permite forzar la palabra) el paraíso del consenso universal: un centro comercial de franquicias. Hay momentos en que el anacronismo es vivificador. De él sacó empuje el mundo occidental en el Renacimiento. Como dice Hans Magnus Enzensberger, es propio de nuestra posmodernidad que hasta el anacronismo se convierta en anacrónico. Lo que podría ser una buena definición de la tercera vía. Resucitando este anacronismo que un día fue socialcristiano y hoy se presenta como socialdemócrata, no sólo se consigue un estímulo al pensamiento débil y al gusto débil, sino que se sugiere que cualquier ideología específica es anacrónica; por tanto, la tercera vía también. Puede que en la nostalgia que invita a defender espacios como el Zúrich esté latente el miedo a que poco a poco, franquicia tras franquicia, simulacro tras simulacro, la ciudad se desdibuje. Porque la ciudad es lugar para el comercio y el comercio ha sido factor de libertad; pero la ciudad es también lugar para la razón y para la convivencia sobre bases más libres que las del mundo preurbano. ¿Qué puede haber más allá de la ciudad: más libertad o nuevas formas de organicismo? Pero también el anacronismo tiene su hecho diferencial. Cataluña, como otros países viejos, necesita cambiar sin tener nunca conciencia de abismo. Necesita agarrarse a lugares y símbolos, aunque ya no signifiquen casi nada de lo que se les atribuye. De ahí que haya sido fácil construir sobre ella un armazón político conforme a una dinámica muy conservadora (es uno de los pocos lugares de España que no ha hecho la alternancia en sus principales instituciones desde el inicio de la transición). La continuidad de las personas públicas como modo de evitar el vértigo ante la modificación del paisaje de fondo, y si hay que cambiar que sea por alguien suficientemente parecido al que ya está. Resucitar el Zúrich, después de derribarlo. Los lugares de Barcelona o de Cataluña, nuevos o renovados, son aquellos sitios en que pasan cosas. Si en alguno de ellos reina alguna consideración, algún motivo de interés más que el dinero y la insolencia, la ciudad, como lugar de convivencia, está salvada. Y estos lugares existen. Que además sean bellos, acumulen memoria y tengan rendijas por las que entre la realidad, lejos del acantonamiento en guetos elitistas, es ya un lujo. Un lujo que una ciudad viva tiene que darse, y que si existe hará irrelevante resucitar el Zúrich o el Liceo y hará posible una alternancia que no sea repetición de lo mismo, aunque el país de las nostalgias sea siempre más manejable, políticamente al menos, que el país del cambio y de la ambición, y en tiempos de terceras vías es habitual dar simulacro por cambio verdadero.
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