La justicia triunfa
La decisión del Tribunal Superior británico va más allá del juicio sobre la inmunidad del general o sobre la naturaleza de su poder en el momento en que cometió la mayor parte de sus crímenes. La gran mayoría de los crímenes del general Pinochet fueron cometidos, efectivamente, cuando el jefe de la Junta militar toda vía no disfrutaba de la relativa legitimidad de un jefe de Estado autoproclamado; era sólo el jefe de una junta. Pero la decisión de los cinco magistrados supremos no se explica únicamente por razones jurídicas, como demuestra el hecho de que hayan procedido a numerosas vistas, innecesarias para un simple juicio sobre la inmunidad del general- presidente. Es esto lo que reviste de una extraordinaria importancia tanto a la decisión de los magistrados londinenses como a la iniciativa del juez Garzón: el reconocimiento de que el derecho de las personas es superior a la fuerza de los Estados. Ello es aún más importante que la construcción de un espacio jurídico europeo que permite a España pedir a Gran Bretaña la extradición del dictador. El cambio es tan profundo que nadie, o casi nadie lo había previsto o vislumbrado. No sólo la gran mayoría de los chilenos quería borrar de su memoria el pasado, sino que los mismos europeos eran incapaces de imaginar la posibilidad de intervenir en el juicio a un hombre al que su propio país, maniatado por una Constitución impuesta por el dictador, había renunciado a juzgar y al que incluso permitía ejercer un poder importante. Los derechos humanos, con tanta frecuencia considerados tan lejanos como respetables, se revelan más concretos y más fuertes que las hipótesis de los geopolíticos y las previsiones de los estrategas.
El deber para con la memoria histórica es algo que se nos impone a todos, no sólo como la obligación de respetar a las víctimas, sino, sobre todo, como la de castigar a los culpables. Y para llevar a cabo este deber no existe ni el espacio ni el tiempo. En cualquier momento y en cualquier lugar (al menos en Europa), la justicia puede intervenir y prevalecer sobre las cobardías y los cálculos de los Estados. Es una Ventura que este progreso del derecho venga de España, un país que tampoco ha satisfecho su deber para con la memoria histórica, y de una Europa a la que, en su conjunto, tanto le cuesta ser fiel al suyo.
Ahora hay que pensar en los chilenos. En primer lugar, en todos aquellos a los que los asesinatos y desapariciones han herido de modo más personal y tienen necesidad de que se reconozcan y castiguen los crímenes de los que han sido víctimas sus parientes y amigos. Pero también al conjunto de los chilenos, adormecidos por su éxito económico, que rehusaban hablar del pasado y de sus heridas, aún abiertas, y sólo hablaban del futuro y de una prosperidad cada año mayor. Esa demasiada buena conciencia había comenzado a erosionarse. El éxito económico no sólo no había reducido las desigualdades sociales sino que incluso subrayaba con mayor claridad la riqueza de unos y la pobreza de otros. Más recientemente, la crisis financiera mundial, sin llegar a conmocionar a Chile, ha hundido su crecimiento y obligado a abrir sus fronteras a las inversiones a corto plazo, hasta entonces sabiamente rechazadas.
El examen de conciencia, hoy necesario e inevitable, será difícil. Una parte importante de la opinión pública, entre un cuarto y un tercio, permanece fiel a Pinochet, y la Democracia Cristiana, que llevó a los militares al poder antes de oponerse a ellos, corre el riesgo de sufrir una grave fractura. Es fácil pensar que la intervención europea desplazará hacia la izquierda el fiel de la balanza de la política chilena, porque el debilitamiento y las divisiones de la Democracia Cristiana fortalecen a los socialistas.
Pero también hay que mirar más allá de Chile. ¿Es casual que en el momento en que se disipan las ilusiones liberales el dictador más identificado con esta política se vea sometido a juicio? Por todas partes se alzan voces que hablan de voluntad, de responsabilidad, de justicia, mientras callan las que alababan el mercado, el interés, la competitividad. El ultraliberalismo no sólo está sufriendo una derrota material, sino, sobre todo, moral. No sólo no ha mantenido sus promesas, sino que ha extendido la pobreza y la exclusión mientras recurría a la violencia. El juicio a Pinochet hace ilegibles e inaudibles los discursos sobre la profunda unidad del liberalismo económico y el liberalismo político. Necesitamos la libertad económica pero a condición de que la vida económica esté siempre sometida al control de un poder democrático, algo que, evidentemente, no siempre ocurre.
Sí, ¡qué victoria para la democracia y qué respeto merece la nación que, más que ninguna otra en el pasado, la ha creado y fortalecido! Ahora esperamos de España y de otros países europeos que actúen conforme a los principios fundamentales de los derechos humanos, de cuya formulación a nivel mundial acabamos de celebrar el 50º aniversario.
Todavía no es seguro que Pinochet llegue a ser juzgado, pero las dos primeras etapas de su acusación —la iniciativa del juez Garzón transmitida por el Estado español y la de cisión de los magistrados de la Cámara de los Lores— eran las más difíciles de franquear y las más importantes. La opinión pública internacional no ve ya a Pinochet como un ex dictador, sino como un culpable para siempre. Además, el caso de Pinochet puede no ser un caso aislado y otros dictadores pueden ser acusados de crímenes contra su pueblo.
La iniciativa española y la decisión británica fortalecen la justicia y la democracia de modo tan decisivo que permanecerán como uno de los grandes hitos de la lucha secular a favor del respeto de los derechos de las personas.
Alain Touraine es sociólogo, director del Instituto de Estudios Superiores de París.
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