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A pesar de

La desaparición del muro de Berlín, en 1989, quizá fue el primer acontecimiento que globalizó unos valores comunes frente a las ideologías partidistas, aunque dentro de las naciones continuamos utilizándolas para poder entendernos políticamente. Después vino la Guerra del Golfo, en 1991, que se interpretó como el triunfo de un nuevo orden mundial, aunque luego no se consiguió resolver adecuadamente los conflictos bélicos de la antigua Yugoslavia. El tercer paso está surgiendo alrededor del juicio del dictador Pinochet, que significa el triunfo de una justicia globalizada para todos los ciudadanos del mundo, aunque luego sigamos criticando el funcionamiento de nuestros sistemas cotidianos de justicia. Los chilenos se sienten poderosos y eficaces a través de las instituciones mundiales, solidarios con una justicia global, pero también sienten impotencia dentro de sus propias fronteras nacionales. Y hasta miedo, como proclamaba Ariel Dorfman en este mismo periódico, con una frase inicial, desgarradora y solitaria. En muchos aspectos, confiamos más en las organizaciones europeas que en nuestras instituciones locales. En las sociedades occidentales damos por supuesta la libertad de expresión, mientras en Valencia todavía hay que enfrentarse a los intentos de control que la Consejería de Educación quiere imponer sobre el profesorado, a causa de la terminología que emplea en la enseñanza. El señor Camps recibe críticas desde todos los ángulos y perspectivas, casi globales, hasta parece que está ahí para eso, para ser criticado, y para que los de su propio equipo puedan actuar silenciosamente, al margen de él y sin censura pública, distribuyendo cultura, despedazando universidades o haciendo acto de presencia en las oposiciones de sus semejantes, demostrando así muy poca delicadeza política. Entrando ya en el último mes del año, a punto de iniciar el último del siglo, surge cada vez con más fuerza un sentimiento generalizado de eficacia y de competencia global. Los ciudadanos se sienten poderosos cuando están conectados a la Red, globalizados, pero vuelven a tener los viejos sentimientos de vacío, de náusea, de nostalgia, cuando se desconectan del espacio público mundial. Luis Rojas Marcos dice, en su último libro, que la Historia es el mejor antídoto de la nostalgia. Conectarse a la Historia, confundirse en ella, para no sentir un estado de ánimo pesaroso y negativo. Nos sentimos amparados y protegidos por los organismos y las instituciones más lejanas, pero cada vez nos vemos más vulnerables ante los más próximos y cercanos. Construirse uno mismo a partir de la libertad, pero después de tener cubiertas las necesidades sociales más elementales, es la definición que Jordi Pujol hace de la democracia. Como frase política, no está mal. Hasta se puede decir que está muy bien, que es oportuna y está bien dirigida. Pero como individuo, cuando estoy desconectado de la Red, prefiero pensar en la construcción de uno mismo, en libertad y voluntariamente, y a pesar de las necesidades sociales, a pesar de las instituciones globales, a pesar del nuevo orden mundial. Pero también quiero hacerlo a pesar de la ineficacia y la mediocridad que con frecuencia existe en las administraciones más cercanas.

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