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Beatriz ha muerto

Uno de vosotros es un asesino. Tal vez se trate de ese hombre que bebe una cerveza en la barra de un bar; de ese otro que está sentado en un autobús o entra en un comercio, se cruza con nosotros por la calle, nos pregunta una dirección, nos pide fuego para encender un cigarrillo. No sabemos quién es, pero sabemos lo que hizo: mañana hará dos años que ese hombre mató a Beatriz Agredano. Muchos han visto a la chica -el pelo negro, los ojos verdes donde se adivina una mezcla de determinación y esperanza, la sonrisa esbozada que parece guardar algún secreto, el pendiente azul con forma de margarita que quizá delate un rasgo nostálgico de su carácter, un gesto propio de quien aún no renuncia del todo a su infancia- y conocen su historia: tenía 21 años y un empleo de intérprete; aquella noche, al volver del trabajo, unas compañeras la dejaron a las nueve y media en el andén de la estación de cercanías de Vallecas. Pero nunca llegó a la casa de su familia, en Vicálvaro. A la mañana siguiente, su cuerpo apareció en el cerro Almodóvar, un descampado del barrio de Santa Eugenia. Estaba medio desnuda, habían intentado estrangularla, le robaron el bolso y la ropa, le golpearon en la cabeza con una piedra.Muchos hemos visto esa imagen y hemos leído esa historia; conocemos algunas hipótesis y preguntas desconcertantes: ¿Llegó Beatriz a coger el tren en Vallecas? Si lo hizo, ¿por qué bajó en una parada intermedia? ¿La secuestraron dentro o fuera del ferrocarril? ¿Se fue en un coche con algún conocido? ¿Es posible que nadie viese nada, que ninguna persona pueda aportar una información, una pista? A pesar de todo, la mayor parte de nosotros puede vivir sin esas respuestas: el de Beatriz es otro crimen sin esclarecer, un nuevo ejemplo de la violencia horrorosa pero frecuente de nuestras ciudades. Quizás cada disparo o navajazo no hiera o destruya sólo a las víctimas de un suceso, sino también una parte de nuestra capacidad de asombro, de repulsión, de espanto. ¿En qué nos convierte saberlo todo: en personas más solidarias o más insensibles?

Para Julio y Encarna, los padres de Beatriz, no existe la palabra olvido. Lo sé porque, esta vez, no quise conformarme con observar las cosas a lo lejos, a salvo, desde una distancia a la que no pudiesen tocarme. Llamé a Julio Agredano. Fui a su casa. La mayoría de ustedes jamás ha visto algo como eso, no ha tenido que mirar cara a cara a una gente como Julio y Encarna, enfrentarse a un dolor de ese tamaño, tan brutal, tan infranqueable, tan desproporcionado. Sus rostros parecen secos, vacíos. Sus palabras trazan circunferencias y líneas obsesivas -quién, cómo, por qué-, parecen adquirir un tono metálico al hablar de la impunidad, de la injusticia, y se quiebran bajo el peso del horror, una y otra vez, cuando intentan imaginar el suplicio de su hija, lo que ocurrió en aquellas terribles tres o cuatro horas que separan su llegada a la estación de Vallecas del momento en que fue asesinada. Julio y Encarna buscan explicaciones, sin datos, a ciegas: Beatriz tuvo mala suerte, prefería viajar en autobús porque el tren le daba miedo, pero lo perdió por uno o dos minutos; aquella noche Vicálvaro se había quedado sin luz; la chica llevaba ropa nueva, de estreno, de esa que puede alertar la codicia de un ladrón, de un canalla. Así pasan el tiempo los padres de Beatriz. Su hogar es humilde, una de esas casas pequeñas en las que es imposible separarse del miedo. Hay fotos de su hija en el salón, flores frescas dedicadas a su memoria, pájaros disecados, vasos azules dentro de una vitrina. El cuarto de Beatriz es también escueto: muebles de madera, unos peluches, una foto del grupo Take That y otra suya en Londres. Delante de todo eso, mientras noto cómo luchan desesperadamente contra las lágrimas, me dicen que no se rinden: mañana han organizado una manifestación, ofrecen una recompensa a quien ayude a desenmascarar al asesino. Están destrozados, pero siguen siendo dignos, valientes. Al despedirnos, Julio mira hacia la entrada y dice:"Algunas noches me quedo mirando la puerta, sin poder creer que mi hija nunca más va a abrirla". Me acuerdo de eso mientras vuelvo a casa a través de avenidas desiertas; mientras Vicálvaro me parece un lugar inquietante, una ciudad construida alrededor de un crimen.

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